miércoles, 15 de septiembre de 2010

El último excombatiente


Cayetano Pérez se resiste a perder su última batalla. Postrado en una silla de ruedas, el viejo combatiente de la Guerra del Chaco aún desfila sus medallas de honor cada 6 de agosto, por las calles de Irupana, y hasta se burla de la muerte: “Creo que San Pedro ha hecho perder sus llaves”.

La contienda bélica contra el Paraguay mató su adolescencia. Tuvo que empuñar las armas con apenas 16 años y hacerse rápidamente adulto a fuerza de las balas que se le cruzaban.

Y no estuvo en el Chaco para mirar desde la retaguardia. Su hoja de servicio certifica que estuvo en las batallas de Cañada Strongest, Capirenda, Cañada Carmen y Camatindi. Lo refrenda la condecoración Cruz de Hierro en el grado de Caballero, que le fue otorgada tras el armisticio de 1935.

Pese a que la fuerza física amenaza con dejarlo solo en su batalla, Cayetano Pérez aún conserva una gran lucidez y recuerda con bastante detalle los sufrimientos del campo de batalla: la sed que rajaba hasta la garganta, el hambre que hacía crujir el estómago y las cuchilladas de calor que mataban igual o peor que las balas.

Cuna de combatientes

Irupana envió a cientos de sus hijos a las arenas del Chaco. Según el coronel Jaime Cuevas, fue una de las poblaciones rurales del país de las que más personas se reclutó, en relación a su cantidad de habitantes.

Rafael Pabón y Elías Belmonte son apenas dos de los nombres destacados de las cantidades de jóvenes que decidieron salir en defensa del territorio nacional, cuando éste se vio amenazado por la intervención paraguaya.

Por supuesto que hubo miedos. El desaparecido Cancio Pacheco recordaba que hubo personas que se escondían cuando se leían los bandos en la plaza de la población y hasta quienes huían disfrazados de mujer. No era fácil dejar a la madre abnegada, a la mujer amada o a Churiaca sola.

A pesar de ello, la tropa irupaneña en el Chaco era una de las más numerosas. Muchos dejaron sus huesos en el campo de batalla, aunque un importante grupo retornó a una vida que nunca más iba a ser igual a la anterior. Habían visto de cerca a la muerte y ese rostro no se olvida jamás.

Retorno al futuro

Al volver a Irupana, los excombatientes se toparon con el desafío de ser ellos quienes debían administrar la población que les vio nacer. Habían partido adolescentes y retornaban hombres.

Ellos tomaron las riendas del poblado hasta los años 80. En muchos momentos, el torbellino de la historia política del país los puso frente a sus compañeros de batalla en el Chaco: Unos eran falangistas y los otros emenerristas.

Al llegar los 90, decidieron retirarse a sus cuarteles familiares. Desde ahí observaban lo que ocurría en su pueblo, contando sus historias de amores y desamores, de esperanzas y frustraciones, pero, sobretodo, de victorias reales e irreales en las candentes arenas del Chaco.

Muchos de los pobladores del lugar renegaban con sus historias, contadas una y otra vez, hasta el cansancio. Otros las valoraban, porque sabían que el sólo hecho de que se hayan puesto frente al paredón de la guerra los hacía distintos.

Cada 14 de junio se les veía desfilar junto a sus futuras viudas, recordando el único día de alegría de su permanencia en el Chaco, el día en que los gobernantes de Paraguay y Bolivia recuperaron el raciocinio y decidieron ponerle un alto a la locura.

Murieron uno a uno, cual cuñuris de Churiaca. El velorio era el escenario para recordar las glorias, reales y ficticias, de su participación en la aventura bélica. El discurso de homenaje antes de depositar los huesos a la madre tierra yungueña: Ahí yacía un hombre que se libró de yacer en el infierno verde. Y luego, a esperar el turno.

Cayetano Pérez vio también cómo pasaban sus compañeros rumbo al cementerio de Churiaca, uno a uno. Él también creía que sería el próximo, pero sigue ahí sentado, con la mirada perdida: Hace mucho que no pasa ninguno.

“El año pasado, la Alcaldía le ha hecho un homenaje pensando que no va a aguantar hasta este año y, mira, va a desfilar de nuevo”, dice admirada su esposa Faustina.

Y Cayetano Pérez no es un hombre nonagenario porque haya tenido una vida fácil. Fue un hombre de trabajo y del trabajo duro. No había día de la semana en la que no acinche sus mulas en horas de la madrugada y se dirija a sus cultivos de coca, café y naranja en la parte baja de Irupana.

Cayetano Pérez todavía vive y lo hace para recordarnos a esa generación de hombres y mujeres que tuvieron que probar su amor por la patria poniendo en riesgo el bien más preciado: la vida.

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