viernes, 23 de agosto de 2019

Sara Arce Soliz, la educadora de Irupana

La educadora irupaneña junto a su amada Escuela Eduviges

Aquella tarde de 1984, los estudiantes del último curso del Colegio 5 de mayo iban a bautizar a su Promoción con el nombre de la destacada educadora irupaneña Sara Arce de Velasco. Cuando la maestra homenajeada llegó al salón donde iba a realizarse el acto se sorprendieron al ver que comenzó a llamar lista, pero a sus mamás. Casi todas ellas habían sido sus alumnas: “Celina, Basilia, Cleofé…”. “¡Buenastardes, profesora Sara!”, respondían felices las señoras, retrocediendo las décadas en las que la tuvieron como a su preceptora.
Es que si hubo una maestra que marcó el curso de la educación en Irupana durante el siglo XX fue la profesora Sara, una educadora que no sólo destacó por su trabajo en el aula y al mando de la que sería la Escuela Eduviges Garaizabal viuda de Hertzog. Ella trabajaba horas extras con los padres de familia, mientras sus firmes principios y valores morales se constituían en la otra gran enseñanza.
Sara Arce Soliz se acercó temprano a la tiza y al pizarrón. Su hija Consuelo Velasco asegura que su andadura por las aulas como educadora comenzó cuando ella tenía apenas 15 años. Desde su niñez se había destacado como estudiante en la Escuela Primaria Mixta, que funcionaba en lo que hoy es el mercado de Irupana. Era la época en que ese era un requisito indispensable para incursionar en el magisterio.
Pese a su corta edad, no tardó mucho en destacar entre las educadoras del lugar. Su padre –que fungía como Notario en Irupana- tenía una pequeña biblioteca, la que ella se comió entera al saber del desafío docente que se le avecinaba. Por supuesto que luego se fue nutriendo de otros textos: “Tenía sus enciclopedias, hacía resúmenes, no sólo veía eso, revisaba revistas especializadas, en esa época no había esa fluidez de información que tenemos ahora”, rememora Consuelo.
A sus 30 años, en 1942, fue nombrada directora de la Escuela de Niñas. Para entonces, la profesora Sara era ya toda una institución de la educación en Irupana, un referente obligado cuando se hablaba de temas relativos a la cultura de la población.
Nadie olvidaba que, durante los años de la conflagración bélica con el Paraguay –entre 1932 y 1935- esa joven había sido “madrina de guerra”. Ella se ocupaba de escribir las cartas que las familias –que no manejaban la lectoescritura- mandaban a los soldados que se encontraban en el frente de batalla y de leerles las que llegaban. Tampoco pasaron inadvertidas las actividades de recaudación de fondos para apoyar a quienes lo necesitaban.
Las veladas artísticas, las actividades deportivas, las campañas de solidaridad. La “señorita Sara”, como la conocían en Irupana, encabezaba todas las actividades que se desarrollaban en el centro poblado. Era tal su presencia en la vida de la población, que el naciente Centro de Acción Cultural y Deportiva “Agustín Aspiazu”, formado por únicamente varones, la nombró “presidente honoraria” de su organización.
Quedó grabado en la memoria ese emotivo discurso, aquel lunes 16 de mayo de 1949, en el acto en que el presidente Enrique Hertzog Garaizabal puso la primera piedra de lo que hasta ahora es el local de la Escuela Eduviges, nombre puesto en homenaje a la madre del entonces mandatario.
Pero el amor iba a cambiar el curso de su vida. El orureño Alex Velasco llegó a Irupana designado para la Aduana Agropecuaria. La profesora Ana Rivera, sabedora de la presencia de aquel apuesto joven, se le acercó y le dijo: “¿Desearía usted conocer a una dama irupaneña muy simpática?”. Ante el interés del recién llegado, fue en busca de Sara, a la que comentó: “¡Hay un joven que quiere conocerte!”. Así comenzó esa historia de amor que se prolongó hasta la muerte.
El año 1950 nació Ramiro, dos años después Consuelo. Ellos y su educación eran el nuevo desafío de Sara y Alex. En 1958, la educadora irupaneña tuvo que dejar la dirección de su querida Escuela Eduviges para trasladarse a la ciudad de La Paz. Su apuesta de toda la vida por la buena educación debía dar sus mejores frutos en sus dos retoños.
La inversión de Sara y Alex en la educación de sus hijos es otro ejemplo digno de imitar. Ambos de clase media, sin casa propia en la sede de gobierno, lo pusieron todo para que Ramiro y Consuelo reciban una educación de calidad. Los inscribieron en el Saint Andrews –uno de los mejores colegios de La Paz-, en la Universidad Católica, para que estudien Economía, y luego el postgrado en Polonia. “Los Velasco Arce éramos conocidos por ser bien estudiosos”, sonríe Consuelo.
El 15 de enero de 1980, la profesora Sara recibió el golpe más duro de su vida: Su hijo Ramiro, que militaba en el MIR, fue asesinado por la dictadura de Luis García Meza, en aquella fatídica reunión de la calle Harrington. Una semana antes él había estado con sus hijos en Irupana y salió porque tenía la clandestina tarea de hacer el análisis de la situación económica del régimen de facto. Ramiro había mamado de la gran sensibilidad social de su madre y estaba convencido de que la lucha política era fundamental para atender las necesidades de los más pobres.
En su última etapa, la incansable educadora irupaneña se dedicó a apoyar la formación de sus nietas y nietos, quienes se beneficiaron de todos los conocimientos y el cariño que había acumulado. Hasta aquel fin de semana de febrero de 2001, en que se acostó como todas las noches, pero no despertó nunca más. La profesora Sara ya había volteado la hoja, dejando una hermosa lección de vida…

miércoles, 14 de agosto de 2019

De Huara, con amor

Honorina y Victoria Cárdenas con su familia, casi todos nacidos en Wara.Por Erick Ortega Pérez


Nicanor Cárdenas no era un hombre nacido en cuna de oro y sabía perfectamente que la única forma que tenía para conseguir el tesoro del amor era robando la razón de sus sueños. Ella, por su lado, era lo más pa
recido a una doncella y, al mismo tiempo, tenía la férrea voluntad de una plebeya: Angélica Meneses.
Ambos nacieron poco más de un siglo atrás, en Irupana, y llegaron a este mundo cuando en Yungas aún no se habían inventado algunas palabras; pero sabían perfectamente el significado del término: clandestino.
Angélica venía de una familia “pudiente”, estudió en el colegio Sagrados Corazones, de La Paz; Nicanor solo tenía un carácter indomable que puso al servicio de ella. Por eso decidió llevársela lejos de sus familias, más allá del monte y del caudaloso río La Paz; se fueron a conquistar, con sus manos, un lugar denominado Vista Alegre de Huara.
Julio Palacios, agarra con paciencia la aún caliente jawita y le da un sorbo a su café negro endulzado con dos cucharillas de azúcar blanca. Habla claro, escucha apenas. Sus 85 años sobre este mundo no le han hecho mucha mella, aunque arrastra algunos achaques que él combate con paciencia y buen humor. Tiene una memoria prodigiosa y es capaz de extraer los más antiguos detalles escondidos del baúl de su memoria.
Cuenta, por ejemplo, que aprendió a trazar sus primeras líneas gracias a su mamá, Honorina. Ésta a su vez comprendió el arte de la palabra escrita por obra y gracia de su madre, Angélica. Angélica era madre, profesora y además enseñó a sus 10 hijos y un criado a comportarse correctamente en la mesa y en la vida. Su reinado de piedras y madera era la gran casona de Vista Alegre de Huara... Él también era un hombre noble, quien lo único que se llevó sin pedir permiso fue a Angélica.
La familia estaba completa y feliz con sus hijos: Eduardo, José, Alfonso, Gualberto, Emilio, Pío, Laureano, Paulina, Victoria y Honorina.
La Guerra del Chaco fue un golpe para ellos. Dos varones murieron en el campo de batalla y uno al volver del conflicto bélico. El resto retornó a la comarca.
Pronto, en los alrededores también llegaron otros vecinos y el sitio fue creciendo al amparo de los mecheros y los sueños.
Cuando Nicanor y Angélica dejaron este mundo, el villorio ya tenía su propio latir. Estaba a tres días de viaje en mula, atravesando el río La Paz y pasando noches a la intemperie. Eran tiempos de trueque, de cuando la gente de Luribay llegaba con pito de cañahua, chalona, queso, uva, pera y mulas. A cambio, los hijos de Nicanor ofrecían  paltas, platanos, camotes, yucas, mani y terneros. Una mula costaba dos terneros y así iban cambiándose los productos.
El tesoro mayor de Huara era la palta criolla. Hubo un tiempo en el que llegaban entre 20 y 30 mulas repletas de paltas a La Paz, procedientes de Huara. Allí, continúa Julio, una mujer se encargaba de recibir a los vendedores. Es más, enviaba una comitiva hasta Obrajes para dar alimento a los viajeros. Las paltas llegaban hasta un canchón donde actualmente está una cancha de The Strongest, el sitio de comercio hoy se conoce como mercado Yungas.
Mientras, Huara sobrevivía a su manera puesto que "dinero", era otra palabra casi inservible. Sobrevivencia era el término exacto para los animales domésticos y de las granjas. Víboras y depredadores hacían estragos y obligaban a ir de cacería. Entonces, matar a una onza era motivo de alegría. Desde la parte superior de la montaña se veía el Illimani paceño y caminando en línea recta hacia abajo se llegaba al río La Paz. Una de las diversiones de la parentela era sentarse en una de las dos piedras gigantes de la zona. Allí los mayores narraban historias del mágico mundo paceño, donde había radios, coches, y energía eléctrica.
En febrero, los niños huareños que cumplían siete años, viajaban dos días hasta Irupana para ir a clases. Retornaban a su terruño en vacaciones.
El comienzo del fin empezó en 1952. La revolución de Víctor Paz decidió darle tierra al que la trabajaba. Se oían historias de terror, de terratenientes colgados y familias muertas en la lucha por la propiedad de la tierra. Los nietos de Nicanor y Angélica fueron amenazados y decidieron dar batalla. Se parapetaron en sus patios a enfrentar su destino.
Armando Ortega, quien ya pasó la barrera de los 80 años y va despacio hacia los 90, recuerda que junto con su primo Benjamín pasó un par de noches armado y esperando a los campesinos que jamás llegaron. "Si íbamos a morir, íbamos a morir peleando", dice ahora al revivir aquellos días.
El acecho de los campesinos fue constante. Hubo un juicio que acabó dando la razón a los descendientes de Nicanor y Angélica... Pero no hubo paz para la familia, que decidió poco a poco dejar aquel suelo. Irupana fue el sitio elegido para continuar con sus vidas. De allí, muchos salieron a otras ciudades del país y del extranjero.
Hoy Vista Alegre de Huara se denomina simplemente Wara. Allí permanecen algunas paredes de piedra… puertas de madera que abren y cierran con dificultad. Por allí, recientemente, anduvieron Julio y Armando. Volvieron a la casa, a aquella que se levantó gracias a una historia de amor.