lunes, 11 de agosto de 2014

El Leto o las palabras sobran cuando se trata de dar cariño

Hace más de 60 años que hay un silencio que grita en Irupana. Más aún, alegra, distrae, regala vida… Las calles del poblado serían menos bulliciosas sin la habitual presencia de su personaje más querido: El Leto.
Él es sordo y mudo de nacimiento, pero ello nunca fue un impedimento para comunicarse con el resto de la población. Era increíble cómo, con su lenguaje de señas, creado por él mismo, “hablaba” a la oreja de su madre… Y ella lograba entenderle.
Sus primeros años de vida fueron los más difíciles y fue doña Nolberta Torrelio, su madre, quien tuvo que cargar con todo el peso. Y decimos peso porque, aparte de que no hablaba ni escuchaba, no caminó hasta que tuvo 13 años. Su progenitora lo llevaba cargado al cocal o al lugar donde se ganaba el lojro diario.
Él nació en Laza, su padre lo negó al enterarse de las discapacidades con las que llegó a este mundo. Su madre se trasladó a Irupana donde vivió de la cosecha de coca o de café y de los caramelos de chancaca que vendía por las noches en la plaza Victorio Lanza.
A pesar de su deficiencia auditiva, Leto tuvo la habilidad de desarrollar una vida normal en Irupana. Es así que, por ejemplo, habitualmente baila de pepino en las comparsas carnavaleras, él ve el ritmo que lleva el resto y no tiene problemas para seguirlo. ¡Baila como si escuchara!
Se ganaba la vida trasteando balayes y panes en los tiempos en que las propias panaderas irupaneñas amasaban el alimento. Nadie olvida el día en que hizo caer el bañador de “jawi”. Nada hubiese pasado si a quien se cruzó en su camino no se le ocurría hablarle. Él, acostumbrado a mover las manos para comunicarse, olvidó que sostenía el recipiente, el cual se fue directo al suelo. En su afán por rescatar su contenido resultó “enjawitado” de pies a cabeza, para la risa de todos quienes seguían la escena.
Todos los domingos asiste puntualmente a misa, en la que se encarga de repartir y recoger los cancioneros. Tampoco se pierde un solo velorio, al que asiste junto a su entrañable amigo Max, de Capani. Ambos saben que en las exequias fúnebres no faltan la comida y el ponche para pasar la noche, razón por la que son los acompañantes más fieles de los dolientes.
Hasta los Valever, uno de los grupos más importantes de Irupana, lo han hecho su integrante. En una ocasión han preparado con él la inolvidable obra del “Pistolero”. Durante varias semanas lo entrenaron en las técnicas del mimo y le dieron el papel principal de la historia: Leto aparecía jugando poker con otra persona, ambos ataviados a la usanza de las películas del lejano oeste. En ello, él descubre que su rival le hacía trampa, razón por la que se saca un cabello, con el que lo enlaza y lo saca hasta la calle, donde lo desafía a duelo. Leto dispara primero…
No fue difícil para él asumir el papel de pistolero, pues, era uno de los habituales espectadores en las épocas en las que Irupana contaba con tres salas de cine: Brown, Record y Ómar, las que cada semana tenían en su cartelera a Django, Ringo o Trinity. Los niños y adolescentes de entonces jugábamos a que éramos pistoleros, con nuestras armas y proyectiles de “tartaco”. Y el Leto no era la excepción.
En otra ocasión, los siempre ocurrentes Valever participaron de un campeonato de fútbol, anunciando que tenían una sorpresiva contratación. Guardaron tanto el secreto que ingresaron hasta el centro del campo de juego en un minibús, del que el Leto salió con la número 10 en la espalda, para sorpresa de todo el público.
Pero la vida siempre golpea… Y golpeó fuerte las puertas del pequeño cuarto en el que Leto vivía con su mamá, en la calle Machacamarca. Al cumplir 90 años, doña Nolberta enfermó. Ella no habría querido irse nunca o quedarse al menos hasta que su hijo tome el camino sin retorno. Pero la muerte no entiende de deseos…
Cuentan que aquel día, los vecinos despertaron sorprendidos al ver que el Leto puso el rosón de luto arriba de su puerta. Todos sabían que su mamá estaba enferma y dieron por descontado el desenlace. No fue así. Ella todavía agonizaba, trataba de agarrarse de las últimas hilachas de vida que le quedaban. Horas más tarde, él se arrodilló alrededor del lecho de su progenitora, tomó su mano y lloró sobre ella. Las lágrimas de su hijo fue lo último que sintió doña Nolberta en su atribulado cuerpo.
Leto enterró a su madre como todo buen hijo, cumplió con todas las obligaciones del doliente. Jamás se separó del féretro, recibió los pésames de todos quienes le acompañaron y la lloró desconsoladamente.
Desde entonces está bajo la responsabilidad de su prima Sara, quien le garantiza su alimento diario, además de velar por su salud. Luego, Leto sabe que su casa se extiende por todo el centro poblado, donde es cercano a todos. Es costumbre verlo, en las calles de Irupana, junto a su inseparable amigo Max, en interminables charlas sobre no se sabe qué. Es que las palabras sobran…

No hay comentarios:

Publicar un comentario