“¿Cómo se bañan los irupaneños? Si cuando uno abre la ducha sale
únicamente aire…”, le dijo con ironía un amigo chulumaneño a Moisés “Oso”
Bustillos. Éste respondió de inmediato: “Es que nosotros primero nos
desempolvamos, luego recién sale el agua y nos bañamos”. Sin duda, eran épocas
en las que era mejor reírse de la permanente falta de agua potable de la que
adolecía el principal centro poblado de Irupana.
Hasta la década de los 70, la mayoría de los habitantes de
la población se abastecía del líquido a través de las pilas públicas. Éstas se
encontraban ubicadas en lugares estratégicos: Al comienzo de la avenida Agustín
Aspiazu, en la Plazuelita, en la calle Merizalde (a la altura de la Escuela de
Niñas), la Cochabamba, en la Salustio Lizón (la que sale de la plaza principal rumbo
a Santa Ana), en una de las esquinas de la plaza Rafael Pabón, al comenzar la
calle Alcazar y en la calle Pacheco esquina Felipe Molina (la antigua
“q’achería”).
Era tarea de niños y niñas acarrear el agua que se necesitaba
en la casa. Baldes, latas y bañadores desfilaban por las calles de la población
al comenzar la mañana y luego de la salida de clases. De tanto usarlos, los
grifos se arruinaban con frecuencia. Reemplazarlos era una verdadera odisea. La
eternamente escuálida economía de la Alcaldía no alcanzaba siquiera para
comprar una pila, razón por la que los vecinos tenían que poner cuota para
adquirirla. El problema es que no todos estaban dispuestos a sumarse a la vaca…
La intendencia municipal se encargaba de normar el uso de
las pilas públicas: Sólo estaban puestas para recoger agua en recipientes. Era
prohibido lavar ropa u otros utensilios en las mismas, al igual que bañarse o
bañar a las huahuas. Pero esa era sólo la disposición, pues, no faltaba la mamá
que decidía convertirla en ducha o el papá al que le daba flojera subir hasta
El Mancebao, en Churiaca, para quitarse el sudor dejado por el jornal diario.
¡Claro! Todo ello sucedía si se tenía la suerte de que esté
corriendo el agua. Gran parte del día, los grifos soplaban más que chorreaban. Apenas
comenzaban a gotear, todos y todas corrían a su encuentro para llenar cuanto recipiente
encontraban a su paso. Hasta había veces en que el servicio se cortaba por
días, era el momento en que la sedienta procesión se dirigía a Churiaca, para
aprovisionarse del líquido de las chorreras del Mancebao.
Dicen que todos los trapos sucios hay que lavarlos en casa,
pero eso en Irupana era simplemente imposible. Había que lavarlos e incluso
secarlos en plena pampa de Churiaca. Las familias escogían un día de la semana
para apostarse a orillas del Junt'uma –que pasa por los pies del Belén-, o del
riachuelo que compartía aguas con la piscina municipal. Allí se iban con
merienda y todo, pues, había que lavar la ropa que usaba toda la familia. Y una
vez que se daba cuenta del atuendo, se comenzaba a refregar a toda la estirpe.
El Mancebao era la ducha preferida por adolescentes y
mayores. La caída del agua de las dos chorreras con las que contaba y la espesa
vegetación que lo cubría permitían bañar cómodamente las humanidades desnudas.
Los y las nudistas creían que se estaban remojando en la intimidad de la
naturaleza. Sin embargo, ésta también servía para cubrir a los cateadores que
nunca faltaban por el lugar.
Pero la sequía permanente en la que vivían irupaneños e
irupaneñas nunca fue un impedimento para mojarse en los carnavales. La pequeña
fuente de agua que existía en medio de la plaza principal era llenada con días
de anticipación y a ella eran arrojados quienes se atrevían a pasar por el
lugar, no importaba si eran niños, adolescentes o viejos. Las pilas públicas
servían para inflar los globos, pero ya uno se puede imaginar las largas colas
que se formaban alrededor de las mismas. Quienes no tenían para comprar los
proyectiles de agua, recolectaban los desechos de los globos lanzados, pero
eran expulsados cuando intentaban volver a llenarlos de agua, debido a que
tardaban demasiado. Hasta hoy se recuerda la protesta de los globeadores: “¡’Culitos’
a la Jalancha y ‘boquillitas’ al Mancebao!”. Hasta que el agua volvía a
secarse…
Y si es riesgoso jugar con agua cuando el líquido es escaso,
lo es más hacerlo con fuego. Fue la madrugada de un domingo cualquiera cuando
un noctambulo se dio cuenta de que las llamas devoraban el techo del horno del
maestro Juan “Borrego”. Al parecer, una chispa de la brasa saltó a la leña
acumulada provocando el incendio, la vieja casona tenía el techo de teja
antigua, colocada sobre palos y barro. En cuestión de minutos, una voraz
hoguera alumbraba la oscura noche irupaneña. Lo grave es que los grifos
públicos daban más pena que agua. Pero en cuestión de minutos, y a pesar de lo
avanzado de la hora, decenas de vecinos y vecinas aparecieron por las calles
balde en mano para poner su gotita a la casi imposible empresa. Al llegar el
amanecer, el fuego había destruido por completo el horno, pero la solidaridad había
logrado evitar que pase a las casas vecinas.
Fue durante una de las innumerables dictaduras de fines de
los 70 que el agua pareció verse al final de la cañería. La empresa Corpaguas instaló
el nuevo sistema de distribución. La cañería plástica desterraba para siempre
al antiguo ducto metálico. Nunca se supo el monto exacto de la inversión
estatal, pero tampoco nadie se ocupó de averiguarlo. Lo único que interesaba
era saciar la sed. Y así habría sido si los proyectistas no olvidaban un
pequeño detalle: el sistema necesitaba también agua. No se había destinado un
solo centavo para mejorar las viejas tomas.
En verdad, los grifos transportaban más aire que agua. Es
quizá por ello que el cobrador municipal del servicio llegaba a las casas y,
tras tocar la puerta, decía: “He venido a cobrar de lo que no hay agua”.
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