jueves, 27 de enero de 2011

Una revolución que tardó en llegar




Nunca el silencio se había quedado tan mudo en Irupana. 9 de abril de 1952. La Paz era la violencia. El país estaba revuelto, mas los falangistas irupaneños diseñaban un dique para intentar contener el paso de la historia, mientras los movimientistas del lugar celebraban en silencio el acontecimiento.

Aquel día, la revolución nacional triunfó en todo el país. No en Irupana, que se preparaba para ser escenario de otro proceso tan difícil como el vivido en la sede de Gobierno.

El poblado yungueño tiene larga data reaccionaria. Ya en el tiempo en que los hermanos Lanza paseaban sus afanes libertarios por estas tierras, Irupana había dado cobijo al obispo La Santa para que instale su cuartel en el lugar.

En 1952, los hacendados y sus grupos de choque estaban dispuestos a mantener el statu quo. Había que abortar cualquier embrión revolucionario entre los peones de las haciendas.

Manuel Gutiérrez tenía apenas 17años cuando asistió al Primer Congreso Indigenal, en 1945. El presidente Gualberto Villarroel había reunido a los indígenas de todo el país. Era la primera vez que La Paz veía tantos indios juntos. Más tarde, los liberales pasarían la factura de la horca al mandatario por haber tenido la osadía de eliminar el pongueaje.

El joven Manuel había escuchado la convocatoria en el bando leído por Francisco Castro en una de las esquinas de Irupana. La noticia subió y bajó las interminables graderías de cocales de la zona. Era el Presidente el que los convocaba.

Alrededor de 80 indígenas del lugar decidieron dar la cara, desafiando a los liberales del centro poblado, quienes ya entonces transitaban hacia el falangismo. Los Loco Pallapallas de Irupana quedaron en la memoria de quienes se habían dado cita en el estadio Hernando Siles, sede del Congreso.

En la memoria del joven Manuel quedaron grabadas las palabras del presidente Villarroel, cuando anunció la eliminación del trabajo obligatorio para el patrón y autorizó la libre circulación de los indígenas por todas las ciudades del país.

La semilla revolucionaria había caído en tierra fértil. Los aimara retornaron conscientes de lo difícil que sería implementar las nuevas medidas en Irupana, pero decididos a hacer lo posible para que se cumplan.

Pero las esperanzas indígenas se toparon con la horca. El 21 de julio de 1947, una turba enardecida asaltó Palacio de Gobierno, victimó a Villarroel, lo lanzó desde los balcones y lo colgó en uno de los faroles de la plaza Murillo. El coroiqueño Tomás Monje lo sucedió en el cargo hasta que fue elegido Enrique Hertzog, quien dimitió y dio paso a Mamerto Urriolagoitia.

Los hacendados yungueños estaban ensañados con quienes habían comenzado a abonar las ideas revolucionarias. Julio Pinto, Francisco Callisaya y Justino Ramírez fueron detenidos y trasladados a Chulumani, Coripata, Coroico y La Paz, hasta recalar en la isla de Coati, en medio del Titicaca, donde estuvieron confinados por más de dos años.

Pero no lograron confinar el deseo de tierra y libertad. Los peones de la hacienda de Francisco Coca Jiménez, ubicada en K’illi K’illi, se reunían después de las 21:00, protegidos por las sombras de la noche en algún patio de P'ampasi. Era una extraña organización que sólo contaba con un vocal, quien se encargaba de recorrer todas las casas para anunciar el día, hora y lugar de los encuentros.

Y llegó el 9 de abril. Las ganas de festejar la irrupción de la revolución en La Paz debían ser reprimidas, postergadas, pues el centro poblado era aún el reino de los falangistas.

Las reuniones de los indígenas se intensificaron, pero con la misma cautela de antes. Los hacendados tenían gente infiltrada que les informaba de todo lo que ocurría. Irupana vivía bajo un virtual estado de sitio. Estaba prohibido que cuatro o cinco peones se encuentren reunidos.

Pinto, Callisaya y Ramírez retornaron al poblado con más ganas que antes. A ellos se les sumó Andrés Bravo, quien había ganado gran experiencia gracias a un conflicto que tuvo con el dueño de una hacienda cercana al centro poblado.

Ese conocimiento de las nuevas reglas de juego permitió a Bravo convertirse en el nuevo líder del movimiento, que continuó moviéndose en medio de las sombras de la noche.

Los falangistas seguían al mando de la población, para ellos no había revolución que valga. Designaban a las autoridades locales e imponían las normas de convivencia. Quien se atrevía a violarlas se topaba con sus grupos de choque. En un intento por controlar la situación, el nuevo Gobierno envió detectives de la nueva fuerza policial.

En marzo de 1954, dos años después del triunfo revolucionario, irrumpe en la historia de Irupana el sindicato campesino de Santa Ana, que agrupaba a K’illi K’illi, San José, Huayruru y otros asentamientos aledaños.

Jorge Villanueva y Gilberto Paredes se encargaron de posesionar al nuevo directorio, encabezado por Andrés Bravo. El delegado de la Confederación Nacional de Campesinos, Lino Torres, fue testigo de la formación de la nueva organización sindical.

Pero los problemas estaban lejos de acabarse. Los falangistas no cederían con facilidad su territorio. Con el reconocimiento del nuevo sindicato las fuerzas se equipararon. Llegaron incluso al enfrentamiento armado, escaramuzas de las que resultó herido de muerte un personaje conocido como el Chirqueño, líder de la Falange Socialista Boliviana en el lugar.

El movimiento campesino iba en crecimiento. Una delegación de la nueva organización de Santa Ana, encabezada por Andrés Bravo, organizó el sindicato Chicachoropata-Machacamarca y luego el de Maticuni.

En octubre de 1954 se funda la Central Campesina Irupana, dependiente de la Federación de Chulumani. Andrés Bravo pasa a ser dirigente de la organización que, en 1968, se convirtió en la Federación Especial de Trabajadores Campesinos de Irupana.

Aleccionados por su nueva organización, los campesinos comienzan a tomar al toro por las astas. Imponen la Reforma Agraria en las haciendas de la zona y se organizan. La revolución también comenzaba a tener vigencia en Irupana.

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