El pueblo preparaba sus mejores galas para la fiesta que se avecinaba y el templo del lugar no era indiferente a esos aprestos. Sobró el barniz que se pasó por la puerta grande y la vecina no tuvo mejor idea que utilizarlo en el Cristo de madera que se encontraba en el altar del templo.
«Con la sobra barnicen al Cristo, hasta donde alcance», ordenó la voluntariosa señora, sin darse cuenta del daño que podía causar en la madera de aquella inmensa obra de arte.
Irupana nunca comprendió la valiosa obra que le legó el artista alemán Werner Kunzel, como agradecimiento por haberlo acogido con tanto cariño.
La escultura fue colocada en el altar del templo católico por las buenas relaciones que tenía con los entonces sacerdotes de la Orden de San Agustín. «Fue un regalo al pueblo de Irupana, no a la Iglesia Católica», precisa su amada Ellen, quien aún reside en el lugar.
Kunzel conoció Irupana en 1938, cuando tenía apenas 23 años. Fue la casualidad la que le compró los pasajes. Uno de sus compatriotas necesitaba viajar a La Plazuela y le pidió que lo acompañe.
El alemán quedó encantado con Irupana, tanto que decidió quedarse por algún tiempo en La Plazuela. Salió del país presionado por la Segunda Guerra Mundial, pero el retorno ya estaba decidido.
Europa toda era un campo de batalla. El latido de aquellos dos corazones retumbó, sin embargo, con más fuerza que los incesantes bombardeos. Kunzel buscaba pareja, pero aquella debía cumplir dos condiciones fundamentales: amar la música y estar dispuesta a vivir en Bolivia. «Si quieres casarte conmigo tienes que vivir en Irupana», condicionó Werner, tras cerciorarse de que Ellen amaba como él las obras del compositor alemán Johann Sebastian Bach.
Concluida la contienda bélica decidieron dar rienda suelta a su sueño. Tomaron el camino hacia Bolivia sin más recursos que los necesarios para financiar el viaje.
Llegaron a Irupana y, de inmediato, buscaron empleo. Ellen ingresó al magisterio como profesora de música y él trabajaba en lo que encontraba en el camino. Los Kunzel se dieron cuenta que a Irupana le hacía falta una farmacia. Incursionaron en ese campo y de esa manera lograron la tranquilidad económica que estaban buscando.
Fue entonces que el artista encontró el espacio para desarrollar su capacidad creativa. Construyó los violines con los que se perdían en interminables conciertos de Samaraña, como se llamaba su casa.
Werner quería expresar su agradecimiento hacia los irupaneños y no encontró mejor forma que tallar un Cristo, con las manos abiertas, mas no crucificado. La obra estuvo bajo techo desde 1968 hasta 1995, cuando al templo de Irupana le hizo falta un cambio total de su cubierta y, en consecuencia, una remodelación.
Ese proceso coincidió con la salida de los agustinos de la región yungueña. La obra se quedó sin quien la defienda. El nuevo párroco, Carlos Salcez, decidió recuperar el antiguo altar del templo, modificación en la que el Cristo ya no tenía cabida.
Fue entonces que no se encontró mejor opción que expulsarlo para colocarlo bajo la carpa en la que actualmente se encuentra. Paradojas que tiene la vida, el templo fue restaurado gracias a un importante aporte de una financiadota alemana. Dinero germano sirvió para dejar en la intemperie la obra de un artista de esa misma nacionalidad.
Para entonces Wemer ya era historia. Falleció en la Nochebuena de 1993. Ellen intentó en vano convencer al nuevo sacerdote de la necesidad de mantener la obra protegida de los avatares del sol y la humedad. En repetidas oportunidades se la vio llorando por las calles de la población. La viuda de Kunzel solicitó incluso que le devuelvan la escultura para trasladarla a la ciudad de La Paz. Fue entonces que el padre Carlos prometió buscar recursos para proteger a la imagen con unas paredes de vidrio, promesa que no se cumplió hasta ahora.
Ella está resignada a perder el legado de su esposo. La obra fue esculpida en madera mara, por eso aguantó estoicamente las inclemencias del tiempo. Sin embargo, no está lejos de sufrir una rajadura que podría condenarla de manera definitiva.
Las autoridades locales aún están a tiempo de salvar la obra de arte que hasta puede ser convertida en el símbolo de la población. Si no encuentra campo en el templo, ¿por qué no pensar en un museo municipal? En la casa de los Kunzel se conserva intacto el taller del artista y hasta una obra a medio tallar.
Otras obras en madera, de creación popular, tales como las prensas de coca, están desapareciendo. Todas ellas podrían ser reunidas junto a las obras del artista como legado para las nuevas generaciones.
Kunzel quiso regalar a Irupana un Cristo vivo, que venció a la cruz. Dejarlo a la intemperie es como crucificado y condenarlo a una muerte lenta. Por ahora ha sido convertido en un monumento a la ignorancia.
Irupana, agosto de 2001
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