martes, 5 de octubre de 2010

Hasta que llegó la televisión


“Va a llegar el día en que van a poder mirar a los que están hablando en ese aparato”, predecía Daría Vidal a sus pequeñas nietas. Corrían los años 30 y el pequeño poblado yungueño de Irupana estaba deslumbrado con la aparición de aquella caja que hablaba, pese a que no tenía boca: la radio.

Sin embargo, la predicción de la recia chola de estirpe cochabambina iba a tardar decenas de años en ser cumplida. Dicen que las primeras imágenes “desembarcaron” en Tablería Alta. Nunca pudo establecerse si era verdad, pero la noticia se esparció con gran rapidez por todo el poblado. La televisión había comenzado a meter sus narices en la vida de la gente del lugar y no las iba a sacar nunca más. Eran los años 80.

Hasta entonces, la imagen en movimiento estaba “encarcelada” en las dos únicas “salas” que funcionaban en Irupana: los cines “Brown” y “Omar”. El “Record”, el cine ambulante de la región yungueña, visitaba ya muy rara vez el lugar.

El “Brown” era el más cómodo. No por lo acolchonadas de sus butacas ni porque éstas eran reclinables. Nada de eso. Su “sala” estaba instalada en un patio abierto, al que la gente debía llevar su propia silla o ver el film echada sobre el pasto que había en el lugar. Y si la película era una invitación al sueño...

El “Omar”, en cambio, fue el más serio intento de dar a Irupana una sala de cine como las que funcionaban en la ciudad de La Paz. Sus dos máquinas proyectoras evitaban el corte para el cambio de rollo, algo típico en el otro cine, que contaba con sólo un cañón.

Viernes, sábado y domingo eran los únicos días en que los señores de la pantalla llegaban al pequeño poblado. Desaparecían el resto de la semana y los pobladores volvían a su rutina. A esa que pervivía desde siempre.

Tras la agotadora jornada de trabajo, era ley bañarse en las chorreras de “El Mancebao”, echarse en Churiaca para disfrutar la brisa del final de la tarde, cenar en la casa y salir a la plaza, el espacio para encontrarse con los amigos y enterarse de todas las novedades del día.

Los niños y niñas tomaban el centro del paseo, unos para jugar a “la pesca”, a la “t’uncuña”, a la “ocultita” o para contar cuentos de “aparecidos” y “tomatetas”. Había que burlar la estricta vigilancia de don “Piluco”, quien, chicote en mano, cuidaba las escasas plantas de los jardines.

Los adolescentes, en cambio, se dedicaban a dar vueltas por las aceras de la plaza. Miraban la dirección por la que el chico o chica que les gustaba se encontraba girando y se ponían a caminar en sentido contrario para verlo o verla de frente.

La energía eléctrica fue una extraña invitada hasta comienzos de los años 80. El motor a diesel alcanzaba para alumbrar la plaza y algunas calles adyacentes desde las 19.00 hasta las 22.00. A las 10 menos cinco, un breve apagón anunciaba el corte de la energía. La gente tenía cinco minutos para retornar a su casa.

Hubo una larga época en que el motor de luz se encontraba en mal estado, pero ni la oscuridad había logrado cambiar la rutina heredada de los abuelos: encontrarse en la plaza principal.

Hasta que las antenas comenzaron a crecer sobre los techos de las casas del poblado. La búsqueda de los palos más largos se intensificó. Eran necesarios más de 10 metros de altura para agarrar algunas de las imágenes, las que llegaban con tan mala calidad que hasta había que adivinarlas.

Luego vinieron las campañas para recaudar fondos para comprar las repetidoras y pagar al empleado que debía encender y apagar los equipos. La pantalla chica ya se había alojado en las casas de los lugareños y se había convertido en el centro de toda la atención.

“Los ricos también lloran”, ese famoso culebrón de la mejicana Verónica Castro, vació la plaza de Irupana, de la noche a la mañana. La novela comenzaba a las 21.00 y duraba una hora. Todas las reuniones debían terminar antes, pues la gente igual volvía a su casa para no perderse ninguna de las lágrimas de Mariana Villarreal.

Los niños y niñas preferían quedarse en la casa, antes que salir a la plaza para encontrarse con sus amigos y amigas. Los y las adolescentes andaban enamorados del galán o la diva de la TV, quienes dejaban lejos a sus pretendientes locales.

Los únicos lugares en los que se concentraba la gente eran en las puertas de las tiendas que tenían el aparatito encendido. ¡Ay! de aquel que se atreva a saludar. Nadie le contestaba.

Los “sábados populares” del compadre Paco dejaron sin quórum las fiestas juveniles en El Porvenir, la discoteca que había funcionado incluso “a pilas”, en la época en que no había energía eléctrica.

Felizmente, las baterías del control remoto con el que la televisión manejaba a los irupaneños se fueron agotando de a poco. La mala programación de la televisión nacional y la vida comunitaria que exige el mundo rural han atenuado en parte la presencia de la intrusa.

De a poco, las costumbres fueron abriéndose paso. La gente volvió a convertir a la plaza en el espacio de encuentro, aunque nunca más sería como antes, como cuando no nos veía la televisión.

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