jueves, 10 de mayo de 2012

Hasta que subieron el interruptor…


El Río P'uri, el lugar donde se encontraba la antigua planta

El reloj marcaba las 21:50. El alumbrado público se apagaba y volvía a encenderse de inmediato. Era el aviso de que en 10 minutos el servicio eléctrico iba a cortarse hasta el día siguiente. La gente tenía ese tiempo para llegar a su casa. Y mientras irupaneños e irupaneñas se cobijaban en sus aposentos, tomatetas, bultos y aparecidos tomaban las calles del poblado, con la complicidad de las sombras de la noche.
Pasa que en la génesis irupaneña la luz eléctrica permanente se hizo cientos de años después de la creación del poblado yungueño. Y no es que los vecinos del lugar se hayan negado a subir el interruptor, por el contrario, pero los dos intentos por erradicar definitivamente mecheros y velas terminaron derrotados por las tinieblas.
El primer gran intento por prender la luz tuvo lugar a fines de los años 40, cuando instalaron una planta hidroeléctrica a orillas del río P'uri, muy cerca del camino que une a Irupana con Chicaloma. El afluente era conocido por su elevada corriente, tenía tanta que –a fines de los 60- se llevó a su paso todo el equipo que funcionaba en el lugar. De esta experiencia sólo quedó el nombre: río La Planta.
Para superar el corto circuito se instaló un generador a diesel, a lado del camal. Era el año 1967, el “Tata” Barrientos hizo el regalo, Rubén Lara era alcalde de Irupana. El motor funcionaba cuando había dinero para comprar el combustible y las arcas municipales siempre estuvieron más escuálidas que bolsillo de irupaneño después de la fiesta del 5. El servicio era deficiente: Al principio, funcionaba todas las noches, de 19:00 a 22:00, luego sólo sábados y domingos. Cuando fue inaugurado alcanzaba para alumbrar a los domicilios, luego a únicamente tiendas y restaurantes, después sólo las calles. Al final, el motor daba más pena que energía eléctrica.
Durante bastante tiempo las noches irupaneñas fueron a tientas. Pero la falta de luz artificial no apagó nunca el foquito de los lugareños, quienes se daban modos para continuar su vida en medio de las penumbras. Todos los negocios de la plaza estaban obligados a colgar en la puerta su lámpara a kerosene. Su luz irradiaba la parte externa del paseo, lugar donde se daba vueltas y se sentaban los adultos. En el centro, el manto de oscuridad servía para que niños y niñas jueguen a la “ocultita”, mientras los adolescentes ocultaban sus amores y desamores…
Las fiestas en El Porvenir bailaban también a pilas y kerosene. Las lámparas eran forradas con papel celofán, mientras que la bola de cristal era plana: un círculo hecho de cartón daba vueltas y ponía de distintos colores la pista de baile, gracias a la luz que disparaba una linterna que alumbraba a través de los orificios cubiertos también con papel celofán. El equipo de sonido se resumía a dos tocadiscos que funcionaban gracias a las “ray-o-vac”.
Los cines contaban con sus pequeños generadores eléctricos. El audio de la película debía librar una franca batalla contra el ruido del motor. Una vez terminada la función, las sombras de la noche irupaneña parecían más oscuras, los ojos se habían acostumbrado a la luz disparada por los proyectores y se negaban a seguir trabajando sin la ayuda de la irradiación artificial. Y si la película era del Conde Drácula o la Llorona, tomatetas y bultos se encargaban de continuar la historia fuera de las pantallas…
Las farras y acontecimientos festivos no podían pensarse sin la presencia de una guitarra y una o más buenas voces. Y si la bebida a tomar era cerveza fría, ésta era enfriada en los refrigeradores a kerosene. Los helados y raspadillos eran fabricados con pedazos de hielo que se arrancaba de los glaciares de La Cumbre. Los jugos de plátano o papaya eran elaborados en licuadoras a manija, mientras que las computadoras… Felizmente, eran entonces apenas una idea que no había llegado ni como noticia al poblado.
Hasta que se subió la palanca. Irupana no era la única población yungueña que vivía en penumbras, los otros municipios de la región también tenían dificultades. Vecinos de Coroico lideraron la propuesta de crear una empresa que se encargue de la distribución de energía comprada de la Empresa Nacional de Electricidad: Fue fundada la Cooperativa Eléctrica Yungas (CEY). De la noche a la mañana, los postes y cables se extendieron por toda la región. Corría el año 1982.
Durante el proceso de instalación se especuló que la energía eléctrica cambiaría la vida de la región, que los productores de café podrían cosechar hasta en horas de la noche, que se industrializarían los mangos que producía La Plazuela y que se echaban a perder por los malos caminos, que ya no habría personas que laven ropa a mano en las chorreras del Mancebao. Modernidad, que le llaman…
Pero las promesas se hicieron noche con las primeras facturas, el servicio era demasiado caro. Hasta había gente que encendía la luz para encontrar la caja de fósforos y la volvía a apagar. Recuerdo el día en que, con un grupo de amigos, hacíamos tareas escolares en la casa parroquial El Porvenir con la música a todo volumen, aprovechando la energía eléctrica que ninguno tenía en casa. De pronto escuchamos golpear la puerta, era el delegado de la CEY: “¡Apaguen esa grabadora, luego el padre no va a querer pagar la factura!”.
Para quien sí cambiaron las cosas fue para el director del Colegio 5 de Mayo, don Luis Beltrán Bilbao. Durante el “oscurantismo”, él acostumbraba recorrer, linterna en mano, las calles del poblado para sorprender a las acarameladas parejitas de alumnos. El problema sucedía cuando los tortolitos no eran estudiantes. Un violento carajazo era la respuesta a la insolente costumbre de enfocar los rostros que tenía el viejo profesor. Por supuesto que el moderno alumbrado público no eliminó los arrumacos juveniles, apenas los trasladó a las afueras de la población…

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