miércoles, 8 de junio de 2011

Un poco de todo


Recostado en el Belén, me preguntaba a mí mismo: ¿Quién soy? Ahí, en la cabecera de Churiaca -esa inmensa estera verde, escenario de la entrega de virginidades y desilusiones- quería, necesitaba, me urgía darme una respuesta. Sin pensarlo, me paré y caminé hacia el cementerio, tal vez esperando que de entre los muertos nazca la luz a mi interrogante.

Al ingresar al camposanto, me cuestionaron esas inmensas puertas metálicas con sabor a eterna despedida, al igual que los viejos árboles que dan sombra a quienes ya no la necesitan.

Me topé con nichos y tumbas, antiguos y recientes, con flores frescas y marchitas, y, por supuesto, con cruces, de fierro y madera, que servían para portar la cédula de identidad de los que ya no la precisan. Fui revisando los nombres y encontré una verdadera mixtura de apellidos españoles, quechuas, aymaras y afros. Los Alcázar y Belmonte, mezclados con los Mamani y Condori. Los Lara y Cárdenas junto a los Pinedo y Barra.

Una junt’ucha de apellidos repartidos indiferentemente entre quienes prefirieron el frío cemento de un lujoso nicho y los que, en directo, sin intermediarios, devolvieron sus huesos a la madre tierra. Los muertos y sus apellidos complicaron más mi existencia. ¿Quién finalmente soy? La pregunta retumbaba en mi mente. ¿Soy español, criollo, quechua, aymara o afro?

Desilusionado, abandoné el cementerio y me dirigí nuevamente al Belén, a la cabecera de esa alfombra verde en la que probablemente fui engendrado, para continuar la búsqueda de una respuesta a mi pregunta.

Mirando desde ese lugar el sombrero del achachila mayor de los Yungas, el Uchumachi, me di cuenta de que los muertos me ayudaron a darme una respuesta. Soy un poco de ese todo que confluyó en este espacio. Soy un árbol con injertos español, criollo, aymara, quechua y afro. Es decir, soy yungueño.

El Mancebao

Irupana, agosto de 1994

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