René Bascopé Aspiazu, de cuclillas, junto a la abuela
Enriqueta y su mamá Aydeé. Algunos hermanos y hermanas, además de algún amigo.
¿Por qué Irupana? ¿Quién era en realidad el mayor Belmonte,
el protagonista central de la obra? ¿De dónde nace el argumento de la novela
que ganó el premio nacional Erich Guttentag, el año 1985? Javier Bascopé
Aspiazu, el menor de los hermanos de René, encuentra las raíces de su narrativa
en los cuentos mágicos que trajo desde Irupana su abuela Enriqueta Cárdenas
Arce y que les contó durante toda su vida.
“Este tema de la ‘Tumba’ tiene muchas cosas de aquellos
cuentos, por supuesto que no hay que quitarle méritos a la capacidad narrativa
de René, era un tipo muy capo”, argumenta Javier. Sí, nadie pone en duda la
extraordinaria vena literaria de Bascopé Aspiazu, por el contrario, fue él y no
otro de sus seis hermanos quien hilvanó e inmortalizó esos relatos mágicos que
la abuela Enriqueta compartió con todos ellos.
Para comenzar, el nombre del personaje central de la obra,
Constantino Belmonte, resume el árbol genealógico del abuelo paterno. Él se
llamaba Constantino Aspiazu. Era sobrino de Agustín Aspiazu Belmonte, el sabio
irupaneño considerado uno de los intelectuales bolivianos más importantes del
siglo XIX. “Mi abuelo era hijo del hermano cura de Agustín Aspiazu”, subraya
Javier.
Fue precisamente Agustín Aspiazu quien, cálculos matemáticos
mediante, pronosticó el paso del cometa Halley para el año 1910. “Ese tiempo
Irupana vivía aún bajo el recuerdo del sabio Aspiazu, el máximo prócer del
pueblo (y el único a quien se había erigido una estatua en vida), muerto una
decena de años atrás. Este había profetizado varios acontecimientos que todos
percibían que se iban cumpliendo ineluctablemente: incluso la misma presencia
del cometa había sido vaticinada por Aspiazu, con una precisión que señalaba
día, hora y minuto de la aparición”, relata René en su obra.
Todo el relato mágico de los “días en los cuales el pueblo
careció de noche” por la luz que emanaba la cola del cometa provienen de los
cuentos de la abuela Enriqueta: los animales que habían enloquecido, las
plantas que habían duplicado su tamaño y otras habían florecido sin que les
correspondiera, los gallos que, imposibilitados de percibir ya el amanecer,
habían optado por cantar todo el día, hasta que casi todos acabaron por perder
la voz.
La abuela Enriqueta relataba que, muy niña, vio cómo fue
asesinado su padre, Sócrates Cárdenas, en la plaza de Irupana a manos de los
conservadores. Él había abrazado ideas liberales que lo habían llevado a
cuestionar la situación política y económica vigente. “A Cárdenas, quien además
había nacido en Irupana –por lo que era considerado un imperdonable traidor-,
se le condenó con el mayor de los rigores a morir arrastrado por una mula
gigantesca”, narra René Bascopé Aspiazu en su “Tumba infecunda”.
Es llamativo el perfil sociológico que construye Bascopé de
los antiguos pobladores de Laza: “Lasa se había formado abruptamente en torno a
un grupo de descendientes de vascos emigrantes, quienes habían llegado a la
zona yungueña hacia 1630, luego de haber sido expulsados del lejano Potosí (…).
A partir de entonces, y mientras se consolidaba la identidad de Lasa, sus
moradores habían logrado establecer un modo de vida que, por un especie de
desquite con el pasado que los había obligado a dejar la región de La Plata,
pretendía mantenerlos incontaminados y lejos de cualquier posibilidad de crear
alguna clase de mestizaje étnico o cultural”. Los Aspiazu abundaban en Laza y
Aspiazu es un apellido vasco.
Doña Enriqueta Cárdenas trepó a las alturas paceñas junto a
don Constantino Aspiazu y sus dos hijos, entre ellos Haydeé, la mamá de René.
Javier comenta que antes de partir, la abuela vendió todo lo que tenía en
Irupana. Una vez en la ciudad, el abuelo la abandonó para hacer familia con
otra mujer, con la que tampoco permaneció.
En la ciudad, la soledad fue el sino de la vida de ambos
Constantinos. El de la novela que la pasó entre prostitutas y malvivientes, y
el de la vida real que la transcurrió entre jolgorios, a los que los que era
convocado mientras tenía su mandolina y malgastaba el gordo de la Lotería que
le tocó y no le cambió la suerte.
Constantino Belmonte tenía una fosa de mármol esperando por
sus restos en el Cementerio General de La Paz, pero su tumba estaba destinada a
ser infecunda: No tenía quien lo entierre. Constantino Aspíazu no tenía ni el
ataúd, tuvieron que armarlo con los restos de cajas de manzana tiradas en los
mercados. Pero al menos tuvo quién lo sepulte. A los dos hoy los recordamos
gracias a la memoria fecunda de la abuela Enriqueta, que lo dejó todo en
Irupana, menos los recuerdos, los que los legó a su extraordinario nieto René.