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Honorina y Victoria Cárdenas con su familia, casi todos nacidos en Wara.Por Erick Ortega Pérez |
Nicanor Cárdenas no era un hombre nacido en cuna de oro y sabía perfectamente que la única forma que tenía para conseguir el tesoro del amor era robando la razón de sus sueños. Ella, por su lado, era lo más pa
Ambos nacieron poco más de un siglo atrás, en Irupana, y llegaron
a este mundo cuando en Yungas aún no se habían inventado algunas palabras; pero
sabían perfectamente el significado del término: clandestino.
Angélica venía de una familia “pudiente”, estudió en el
colegio Sagrados Corazones, de La Paz; Nicanor solo tenía un carácter indomable
que puso al servicio de ella. Por eso decidió llevársela lejos de sus familias,
más allá del monte y del caudaloso río La Paz; se fueron a conquistar, con sus
manos, un lugar denominado Vista Alegre de Huara.
Julio Palacios, agarra con paciencia la aún caliente jawita
y le da un sorbo a su café negro endulzado con dos cucharillas de azúcar
blanca. Habla claro, escucha apenas. Sus 85 años sobre este mundo no le han
hecho mucha mella, aunque arrastra algunos achaques que él combate con
paciencia y buen humor. Tiene una memoria prodigiosa y es capaz de extraer los
más antiguos detalles escondidos del baúl de su memoria.
Cuenta, por ejemplo, que aprendió a trazar sus primeras
líneas gracias a su mamá, Honorina. Ésta a su vez comprendió el arte de la
palabra escrita por obra y gracia de su madre, Angélica. Angélica era madre,
profesora y además enseñó a sus 10 hijos y un criado a comportarse
correctamente en la mesa y en la vida. Su reinado de piedras y madera era la
gran casona de Vista Alegre de Huara... Él también era un hombre noble, quien
lo único que se llevó sin pedir permiso fue a Angélica.
La familia estaba completa y feliz con sus hijos: Eduardo,
José, Alfonso, Gualberto, Emilio, Pío, Laureano, Paulina, Victoria y Honorina.
La Guerra del Chaco fue un golpe para ellos. Dos varones
murieron en el campo de batalla y uno al volver del conflicto bélico. El resto
retornó a la comarca.
Pronto, en los alrededores también llegaron otros vecinos y
el sitio fue creciendo al amparo de los mecheros y los sueños.
Cuando Nicanor y Angélica dejaron este mundo, el villorio ya
tenía su propio latir. Estaba a tres días de viaje en mula, atravesando el río
La Paz y pasando noches a la intemperie. Eran tiempos de trueque, de cuando la
gente de Luribay llegaba con pito de cañahua, chalona, queso, uva, pera y
mulas. A cambio, los hijos de Nicanor ofrecían
paltas, platanos, camotes, yucas, mani y terneros. Una mula costaba dos
terneros y así iban cambiándose los productos.
El tesoro mayor de Huara era la palta criolla. Hubo un
tiempo en el que llegaban entre 20 y 30 mulas repletas de paltas a La Paz,
procedientes de Huara. Allí, continúa Julio, una mujer se encargaba de recibir
a los vendedores. Es más, enviaba una comitiva hasta Obrajes para dar alimento
a los viajeros. Las paltas llegaban hasta un canchón donde actualmente está una
cancha de The Strongest, el sitio de comercio hoy se conoce como mercado
Yungas.
Mientras, Huara sobrevivía a su manera puesto que
"dinero", era otra palabra casi inservible. Sobrevivencia era el
término exacto para los animales domésticos y de las granjas. Víboras y
depredadores hacían estragos y obligaban a ir de cacería. Entonces, matar a una
onza era motivo de alegría. Desde la parte superior de la montaña se veía el
Illimani paceño y caminando en línea recta hacia abajo se llegaba al río La
Paz. Una de las diversiones de la parentela era sentarse en una de las dos
piedras gigantes de la zona. Allí los mayores narraban historias del mágico
mundo paceño, donde había radios, coches, y energía eléctrica.
En febrero, los niños huareños que cumplían siete años,
viajaban dos días hasta Irupana para ir a clases. Retornaban a su terruño en
vacaciones.
El comienzo del fin empezó en 1952. La revolución de Víctor
Paz decidió darle tierra al que la trabajaba. Se oían historias de terror, de
terratenientes colgados y familias muertas en la lucha por la propiedad de la
tierra. Los nietos de Nicanor y Angélica fueron amenazados y decidieron dar
batalla. Se parapetaron en sus patios a enfrentar su destino.
Armando Ortega, quien ya pasó la barrera de los 80 años y va
despacio hacia los 90, recuerda que junto con su primo Benjamín pasó un par de
noches armado y esperando a los campesinos que jamás llegaron. "Si íbamos
a morir, íbamos a morir peleando", dice ahora al revivir aquellos días.
El acecho de los campesinos fue constante. Hubo un juicio
que acabó dando la razón a los descendientes de Nicanor y Angélica... Pero no
hubo paz para la familia, que decidió poco a poco dejar aquel suelo. Irupana
fue el sitio elegido para continuar con sus vidas. De allí, muchos salieron a
otras ciudades del país y del extranjero.
Hoy Vista Alegre de Huara se denomina simplemente Wara. Allí
permanecen algunas paredes de piedra… puertas de madera que abren y cierran con
dificultad. Por allí, recientemente, anduvieron Julio y Armando. Volvieron a la
casa, a aquella que se levantó gracias a una historia de amor.
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