miércoles, 14 de agosto de 2019

De Huara, con amor

Honorina y Victoria Cárdenas con su familia, casi todos nacidos en Wara.Por Erick Ortega Pérez


Nicanor Cárdenas no era un hombre nacido en cuna de oro y sabía perfectamente que la única forma que tenía para conseguir el tesoro del amor era robando la razón de sus sueños. Ella, por su lado, era lo más pa
recido a una doncella y, al mismo tiempo, tenía la férrea voluntad de una plebeya: Angélica Meneses.
Ambos nacieron poco más de un siglo atrás, en Irupana, y llegaron a este mundo cuando en Yungas aún no se habían inventado algunas palabras; pero sabían perfectamente el significado del término: clandestino.
Angélica venía de una familia “pudiente”, estudió en el colegio Sagrados Corazones, de La Paz; Nicanor solo tenía un carácter indomable que puso al servicio de ella. Por eso decidió llevársela lejos de sus familias, más allá del monte y del caudaloso río La Paz; se fueron a conquistar, con sus manos, un lugar denominado Vista Alegre de Huara.
Julio Palacios, agarra con paciencia la aún caliente jawita y le da un sorbo a su café negro endulzado con dos cucharillas de azúcar blanca. Habla claro, escucha apenas. Sus 85 años sobre este mundo no le han hecho mucha mella, aunque arrastra algunos achaques que él combate con paciencia y buen humor. Tiene una memoria prodigiosa y es capaz de extraer los más antiguos detalles escondidos del baúl de su memoria.
Cuenta, por ejemplo, que aprendió a trazar sus primeras líneas gracias a su mamá, Honorina. Ésta a su vez comprendió el arte de la palabra escrita por obra y gracia de su madre, Angélica. Angélica era madre, profesora y además enseñó a sus 10 hijos y un criado a comportarse correctamente en la mesa y en la vida. Su reinado de piedras y madera era la gran casona de Vista Alegre de Huara... Él también era un hombre noble, quien lo único que se llevó sin pedir permiso fue a Angélica.
La familia estaba completa y feliz con sus hijos: Eduardo, José, Alfonso, Gualberto, Emilio, Pío, Laureano, Paulina, Victoria y Honorina.
La Guerra del Chaco fue un golpe para ellos. Dos varones murieron en el campo de batalla y uno al volver del conflicto bélico. El resto retornó a la comarca.
Pronto, en los alrededores también llegaron otros vecinos y el sitio fue creciendo al amparo de los mecheros y los sueños.
Cuando Nicanor y Angélica dejaron este mundo, el villorio ya tenía su propio latir. Estaba a tres días de viaje en mula, atravesando el río La Paz y pasando noches a la intemperie. Eran tiempos de trueque, de cuando la gente de Luribay llegaba con pito de cañahua, chalona, queso, uva, pera y mulas. A cambio, los hijos de Nicanor ofrecían  paltas, platanos, camotes, yucas, mani y terneros. Una mula costaba dos terneros y así iban cambiándose los productos.
El tesoro mayor de Huara era la palta criolla. Hubo un tiempo en el que llegaban entre 20 y 30 mulas repletas de paltas a La Paz, procedientes de Huara. Allí, continúa Julio, una mujer se encargaba de recibir a los vendedores. Es más, enviaba una comitiva hasta Obrajes para dar alimento a los viajeros. Las paltas llegaban hasta un canchón donde actualmente está una cancha de The Strongest, el sitio de comercio hoy se conoce como mercado Yungas.
Mientras, Huara sobrevivía a su manera puesto que "dinero", era otra palabra casi inservible. Sobrevivencia era el término exacto para los animales domésticos y de las granjas. Víboras y depredadores hacían estragos y obligaban a ir de cacería. Entonces, matar a una onza era motivo de alegría. Desde la parte superior de la montaña se veía el Illimani paceño y caminando en línea recta hacia abajo se llegaba al río La Paz. Una de las diversiones de la parentela era sentarse en una de las dos piedras gigantes de la zona. Allí los mayores narraban historias del mágico mundo paceño, donde había radios, coches, y energía eléctrica.
En febrero, los niños huareños que cumplían siete años, viajaban dos días hasta Irupana para ir a clases. Retornaban a su terruño en vacaciones.
El comienzo del fin empezó en 1952. La revolución de Víctor Paz decidió darle tierra al que la trabajaba. Se oían historias de terror, de terratenientes colgados y familias muertas en la lucha por la propiedad de la tierra. Los nietos de Nicanor y Angélica fueron amenazados y decidieron dar batalla. Se parapetaron en sus patios a enfrentar su destino.
Armando Ortega, quien ya pasó la barrera de los 80 años y va despacio hacia los 90, recuerda que junto con su primo Benjamín pasó un par de noches armado y esperando a los campesinos que jamás llegaron. "Si íbamos a morir, íbamos a morir peleando", dice ahora al revivir aquellos días.
El acecho de los campesinos fue constante. Hubo un juicio que acabó dando la razón a los descendientes de Nicanor y Angélica... Pero no hubo paz para la familia, que decidió poco a poco dejar aquel suelo. Irupana fue el sitio elegido para continuar con sus vidas. De allí, muchos salieron a otras ciudades del país y del extranjero.
Hoy Vista Alegre de Huara se denomina simplemente Wara. Allí permanecen algunas paredes de piedra… puertas de madera que abren y cierran con dificultad. Por allí, recientemente, anduvieron Julio y Armando. Volvieron a la casa, a aquella que se levantó gracias a una historia de amor.

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