jueves, 25 de julio de 2024

La memoria fecunda de la abuela irupaneña de René Bascopé Aspiazu

René Bascopé Aspiazu, de cuclillas, junto a la abuela Enriqueta y su mamá Aydeé. Algunos hermanos y hermanas, además de algún amigo.

“El mayor Belmonte empezó a recordar uno de los acontecimientos más dramáticos de su niñez, algo así como sesenta años atrás, cuando en su pueblo, Irupana, había culminado, tal como empezó, abruptamente, su aprendizaje de las artes de la brujería”, narra René Bascopé Aspiazu, en su novela “La tumba infecunda”, la más conocida y laureada de la prolífica obra literaria que dejó en su corta vida.

¿Por qué Irupana? ¿Quién era en realidad el mayor Belmonte, el protagonista central de la obra? ¿De dónde nace el argumento de la novela que ganó el premio nacional Erich Guttentag, el año 1985? Javier Bascopé Aspiazu, el menor de los hermanos de René, encuentra las raíces de su narrativa en los cuentos mágicos que trajo desde Irupana su abuela Enriqueta Cárdenas Arce y que les contó durante toda su vida.

“Este tema de la ‘Tumba’ tiene muchas cosas de aquellos cuentos, por supuesto que no hay que quitarle méritos a la capacidad narrativa de René, era un tipo muy capo”, argumenta Javier. Sí, nadie pone en duda la extraordinaria vena literaria de Bascopé Aspiazu, por el contrario, fue él y no otro de sus seis hermanos quien hilvanó e inmortalizó esos relatos mágicos que la abuela Enriqueta compartió con todos ellos.

Para comenzar, el nombre del personaje central de la obra, Constantino Belmonte, resume el árbol genealógico del abuelo paterno. Él se llamaba Constantino Aspiazu. Era sobrino de Agustín Aspiazu Belmonte, el sabio irupaneño considerado uno de los intelectuales bolivianos más importantes del siglo XIX. “Mi abuelo era hijo del hermano cura de Agustín Aspiazu”, subraya Javier.

Fue precisamente Agustín Aspiazu quien, cálculos matemáticos mediante, pronosticó el paso del cometa Halley para el año 1910. “Ese tiempo Irupana vivía aún bajo el recuerdo del sabio Aspiazu, el máximo prócer del pueblo (y el único a quien se había erigido una estatua en vida), muerto una decena de años atrás. Este había profetizado varios acontecimientos que todos percibían que se iban cumpliendo ineluctablemente: incluso la misma presencia del cometa había sido vaticinada por Aspiazu, con una precisión que señalaba día, hora y minuto de la aparición”, relata René en su obra.

Todo el relato mágico de los “días en los cuales el pueblo careció de noche” por la luz que emanaba la cola del cometa provienen de los cuentos de la abuela Enriqueta: los animales que habían enloquecido, las plantas que habían duplicado su tamaño y otras habían florecido sin que les correspondiera, los gallos que, imposibilitados de percibir ya el amanecer, habían optado por cantar todo el día, hasta que casi todos acabaron por perder la voz.

La abuela Enriqueta relataba que, muy niña, vio cómo fue asesinado su padre, Sócrates Cárdenas, en la plaza de Irupana a manos de los conservadores. Él había abrazado ideas liberales que lo habían llevado a cuestionar la situación política y económica vigente. “A Cárdenas, quien además había nacido en Irupana –por lo que era considerado un imperdonable traidor-, se le condenó con el mayor de los rigores a morir arrastrado por una mula gigantesca”, narra René Bascopé Aspiazu en su “Tumba infecunda”.

Es llamativo el perfil sociológico que construye Bascopé de los antiguos pobladores de Laza: “Lasa se había formado abruptamente en torno a un grupo de descendientes de vascos emigrantes, quienes habían llegado a la zona yungueña hacia 1630, luego de haber sido expulsados del lejano Potosí (…). A partir de entonces, y mientras se consolidaba la identidad de Lasa, sus moradores habían logrado establecer un modo de vida que, por un especie de desquite con el pasado que los había obligado a dejar la región de La Plata, pretendía mantenerlos incontaminados y lejos de cualquier posibilidad de crear alguna clase de mestizaje étnico o cultural”. Los Aspiazu abundaban en Laza y Aspiazu es un apellido vasco.

Doña Enriqueta Cárdenas trepó a las alturas paceñas junto a don Constantino Aspiazu y sus dos hijos, entre ellos Haydeé, la mamá de René. Javier comenta que antes de partir, la abuela vendió todo lo que tenía en Irupana. Una vez en la ciudad, el abuelo la abandonó para hacer familia con otra mujer, con la que tampoco permaneció.

En la ciudad, la soledad fue el sino de la vida de ambos Constantinos. El de la novela que la pasó entre prostitutas y malvivientes, y el de la vida real que la transcurrió entre jolgorios, a los que los que era convocado mientras tenía su mandolina y malgastaba el gordo de la Lotería que le tocó y no le cambió la suerte.

Constantino Belmonte tenía una fosa de mármol esperando por sus restos en el Cementerio General de La Paz, pero su tumba estaba destinada a ser infecunda: No tenía quien lo entierre. Constantino Aspíazu no tenía ni el ataúd, tuvieron que armarlo con los restos de cajas de manzana tiradas en los mercados. Pero al menos tuvo quién lo sepulte. A los dos hoy los recordamos gracias a la memoria fecunda de la abuela Enriqueta, que lo dejó todo en Irupana, menos los recuerdos, los que los legó a su extraordinario nieto René.