lunes, 25 de agosto de 2014

La Irupana que visitó el naturalista francés Alcide d’Orbigny

“La ciudad de Irupana es, sin duda alguna, el lugar más importante de la provincia, tanto del punto de vista de su población, como del de su extensión. Las casas son mucho mejor construidas y hay más burguesía. Su iglesia es grande y domina la mayoría de las casas. Todo revela bienestar y prosperidad”. La descripción corresponde al célebre naturalista francés Alcide d’Orbigny, la cual se encuentra en el Tomo III, de su “Viaje a la América Meridional”, realizado entre 1826 y 1833.
D’Orbigny llegó a Irupana el 25 de agosto de 1830, apenas cinco años después del nacimiento de Bolivia como república independiente. Recordemos que en los 16 años anteriores, la zona, como parte de la Republiqueta de Ayopaya, fue escenario de una dura guerra, en la que la destrucción, los saqueos y los asesinatos eran moneda corriente.
La descripción del naturalista francés muestra que desde mucho antes de la guerra, Irupana contaba con una infraestructura muy sólida, que el centro poblado no sufrió los remesones que el resto o que los vecinos –gran parte de ellos de ascendencia española o criollos defensores de la Corona- la defendieron de los embates de la batalla. Lo contrario sucedió en otras poblaciones de la región: “El pueblo de Circuata, antes floreciente, fue, en varias oportunidades, completamente destruido por las guerras de la independencia”, relata el estudioso.
D’Orbigny es uno de los naturalistas más importantes del siglo XIX. Fue enviado a los países de Sudamérica por el Museo de Historia Natural de París, en un viaje que le permitió recorrer parte del territorio de  Uruguay, Brasil, Paraguay, Argentina, Chile, Perú y Bolivia. Su obra es considerada fundamental para la historia de todos esos países, pues, es uno de los pocos relatos de la vida cotidiana de la época. Eran los tiempos en que las instituciones científicas y los gobiernos de Europa enviaban expedicionarios a diversos países de América Latina. En algunos casos, el objetivo de la incursión era la investigación académica, mientras que en otros tenían objetivos geopolíticos, como la migración de europeos para la explotación de recursos naturales.
Aquel 25 de agosto, fue el corregidor de Irupana quien viajó hasta Chulumani para recogerle. La capital de la provincia de Yungas todavía celebraba la fiesta de San Bartolomé y el naturalista partió pese a la oposición de quienes lo habían acogido durante casi tres semanas: “A pesar de las reiteradas instancias de los habitantes, expedí mis equipajes por la mañana y partí en dirección a Irupana o Villa de Lanza, acompañado del corregidor de esa ciudad, que quería hacerme los honores del camino e indicarme el nombre de todas las corrientes de agua y de todas las montañas, motivo que me hizo de él un guía muy precioso”.
Lo primero que le sorprendió fue la distancia que separaba a las dos poblaciones, pues, se las veía tan cerca. “¡Cuál no sería mi asombro al enterarme que cinco leguas del país separaban los dos puntos!”, afirma admirado, al describir que se deben vencer dos cadenas montañosas y tres ríos. Junto a su ocasional guía tomaron el camino que va por Ocobaya y Chicaloma, entonces todavía con el nombre de “Chicanoma”.
Permaneció cuatro días en “esa pequeña ciudad, una de las pobladas más antiguamente en el país”. Acostumbrado a aprovechar el tiempo al máximo, visitó los alrededores para realizar sus estudios. “Al atravesar las hermosas chacras cultivadas, hasta las pendientes abruptas del sur de la montaña de Quiliquila (¿Quilliquilli?), me encontré al pie de una bella cascada, donde el agua, precipitándose desde quince metros de altura de una roca esquistosa”. ¿Se trataba acaso de la caída de agua hoy conocida como la Jalancha?
Otro día se fue hasta el sector de San Juan Mayo: “Remonté el ramal de la montaña de Quilaquila, hasta su unión con la cadena de Coropata (¿Cerropata?), de la cual depende, siguiendo la pendiente norte y dominando un vallecito profundo, de lo más boscoso y del aspecto más alegre, arriba del cual veía muy de cerca, sobre la cima opuesta, el gran caserío de Lasa, uno de los mayores de Yungas. En la cima de la cadena de Coropata la vegetación es completamente virgen y de la mayor belleza”.
Subraya su paso por unas quintas de naranjos  “de mayor hermosura” y los compara con aquellos –“de arbustos achaparrados, apenas de dos metros de alto”- que son admirados en su natal Francia: “sino verdaderos árboles de diez a doce metros de altura”, describe sobre los que vio en los alrededores de Irupana.
Luego sonríe al relatar los comentarios “ingenuos” que despertó su microscopio cuando los lugareños vieron, a través de él, a algunos insectos de la zona. “Me divertí sobre todo mostrando ciertos parásitos a los indígenas, que, viéndolos tan feos, juraron seriamente, por lo menos por el momento, no comerlos como tienen costumbre en Yungas, así como casi en toda la América Meridional”. También relata que tuvo que ejercer de médico para controlar algunas fiebres, debido a que en el lugar no existía ningún profesional en medicina.
El 30 de agosto, d’Orbigny abandonó Irupana con destino a lo que hoy es la provincia Inquisivi. Al llegar a la cúspide de Cerropata se le quedó grabada una imagen: “Desde ese punto, vi de nuevo, con gran satisfacción, las nieves del Illimani, que se dibujaba encima de montañas boscosas”.

viernes, 22 de agosto de 2014

Esa pareja musical que se acunó entre nuestros trinos

“¿Cuál es el ‘pañuelito’?”, pregunta el maestro Jaime Gallardo y desconcierta. Él, músico de toda la vida, compositor, eterno chelista de la Orquesta Sinfónica Nacional, ¿cómo no va a conocer uno de los más famosos tangos argentinos? Pero es suficiente que su amada Leonor le tararee el tema para que sus dedos comiencen a deslizarse perfectamente por el teclado de su piano…
Las notas musicales que emana el instrumento se encuentran, se aman, se casan con la bella voz de su esposa: “El pañuelito blanco que te ofrecí, bordado con mi pelo, fue para ti; lo has despreciado y en llanto empapado lo tengo ante mí”. Sí, aquella tarde de 1957 que llegó a Irupana su pañuelo también estaba empapado, pero no por el llanto sino por la lluvia que caía con persistencia sobre la población yungueña.
El aguacero no había parado desde que bajó del vehículo que lo trasladó hasta Irupana. Él no conocía el lugar y sólo atinó a preguntar por dónde quedaba la Escuela de Niños “Agustín Aspiazu”, a la que había sido destinado como profesor de Educación Musical. Había hecho sus primeras armas en el Colegio Ayacucho, de La Paz, y sus primeras incursiones en la Sinfónica Nacional, pero el destino le tenía reservado un bello pendiente… El director de la unidad educativa, Luis Beltrán Bilbao, lo hospedó en una de las aulas. Lo único que recuerda de aquel día es a los mosquitos.
La joven Leonor Riveros ejercía de profesora auxiliar en el centro educativo. Le gustaba cantar, por lo que la llegada del nuevo profesor de Música no pasó desapercibida. “¿Será soltero?”, se preguntó junto a sus amigas. Él tenía 28 años y ella apenas 17. La música se encargó del resto. De pronto aparecieron montando obras musicales, ensayando coros, solfeando…
Por supuesto que eran otras épocas las que vivía Irupana. Los dispositivos electrónicos aún no habían eliminado la capacidad musical de irupaneños e irupaneñas. En el lugar había diestros para la guitarra, la concertina, la mandolina y los instrumentos de viento. Irupana hasta contaba con su pequeña orquesta, integrada por los violines de los Künzel, el piano de Jaime Postma y el chelo de Jaime Gallardo. Junto a ellos, las voces de los y las jóvenes de Irupana que entrenaba a diario el más famoso profesor de Música que haya pisado el poblado.
Las obras de teatro tampoco se dejaron esperar. Una bastante recordada es “Palabra de cadete: y los celos de Don Ubaldo o militares... ni en pintura”, de Alfredo Santalla, entre muchas piezas montadas por los jóvenes de la época.
Y “Gallito”, como le decían por su apellido, encontró en Irupana el caldo de cultivo que estaba buscando para dar rienda suelta a la creatividad musical. Compuso “La leyenda del café” en homenaje a la tierra que le acogió. Pero su mejor composición fue la que lo iba a unir de por vida a Irupana: su matrimonio con Leonor, que se produjo un año después de su llegada.
Luego vino el “Himno a la Escuela Agustín Aspiazu”, la música del “Himno al Colegio 5 de Mayo” –cuya letra pertenece a Raúl Gómez del Pino-. Una gran cantidad de rondas infantiles y canciones con fines pedagógicos que se pierden en la memoria.
Irupana comenzó a quedar chico para tanto talento. Leonor necesitaba formarse académicamente e ingresó a la Normal en 1962, volvió tres años después para hacer su año de provincia, pero desde 1967 la familia Gallardo Riveros se estableció en la ciudad de La Paz.
Jaime ingresó en las grandes ligas nacionales de la música clásica. Fue violencellista de la Orquesta Sinfónica Nacional hasta el año 2006, con la que participó en más de 200 conciertos en escenarios nacionales e internacionales.
Leonor no se quedó atrás. Durante más de tres décadas fue soprano de la Sociedad Coral Boliviana, con la que dio decenas de conciertos en el país y en el extranjero. En la carrera docente llegó a ser supervisora y directora distrital de Educación.
Jaime y Leonor hoy están jubilados. La pared de su casa en la ciudad de La Paz quedó pequeña para tantas distinciones y reconocimientos. Bethoven, Bach, Vivaldi se encargan de ponerle música a sus días. Pero, casi siempre, él  vuelve a su piano o al chelo, de los que extrae bellas melodías que ella adorna con su canto…

Himno a la Escuela Agustín Aspiazu
Cuando destella la mañana,
llega la nueva luz del día,
es el alba que nos llama
a recordar este día.
Tal fue un día de mayo,
que don Agustín Aspiazu
dio su nombre a mi escuela,
a mi escuela yungueña.
En tus aulas aprendí, aprendí,
el ABC del saber, del saber,
en mi escuela está mi porvenir, mi porvenir.

lunes, 18 de agosto de 2014

De cuando Irupana sufría para saciar su sed

“¿Cómo se bañan los irupaneños? Si cuando uno abre la ducha sale únicamente aire…”, le dijo con ironía un amigo chulumaneño a Moisés “Oso” Bustillos. Éste respondió de inmediato: “Es que nosotros primero nos desempolvamos, luego recién sale el agua y nos bañamos”. Sin duda, eran épocas en las que era mejor reírse de la permanente falta de agua potable de la que adolecía el principal centro poblado de Irupana.
Hasta la década de los 70, la mayoría de los habitantes de la población se abastecía del líquido a través de las pilas públicas. Éstas se encontraban ubicadas en lugares estratégicos: Al comienzo de la avenida Agustín Aspiazu, en la Plazuelita, en la calle Merizalde (a la altura de la Escuela de Niñas), la Cochabamba, en la Salustio Lizón (la que sale de la plaza principal rumbo a Santa Ana), en una de las esquinas de la plaza Rafael Pabón, al comenzar la calle Alcazar y en la calle Pacheco esquina Felipe Molina (la antigua “q’achería”).
Era tarea de niños y niñas acarrear el agua que se necesitaba en la casa. Baldes, latas y bañadores desfilaban por las calles de la población al comenzar la mañana y luego de la salida de clases. De tanto usarlos, los grifos se arruinaban con frecuencia. Reemplazarlos era una verdadera odisea. La eternamente escuálida economía de la Alcaldía no alcanzaba siquiera para comprar una pila, razón por la que los vecinos tenían que poner cuota para adquirirla. El problema es que no todos estaban dispuestos a sumarse a la vaca…
La intendencia municipal se encargaba de normar el uso de las pilas públicas: Sólo estaban puestas para recoger agua en recipientes. Era prohibido lavar ropa u otros utensilios en las mismas, al igual que bañarse o bañar a las huahuas. Pero esa era sólo la disposición, pues, no faltaba la mamá que decidía convertirla en ducha o el papá al que le daba flojera subir hasta El Mancebao, en Churiaca, para quitarse el sudor dejado por el jornal diario.
¡Claro! Todo ello sucedía si se tenía la suerte de que esté corriendo el agua. Gran parte del día, los grifos soplaban más que chorreaban. Apenas comenzaban a gotear, todos y todas corrían a su encuentro para llenar cuanto recipiente encontraban a su paso. Hasta había veces en que el servicio se cortaba por días, era el momento en que la sedienta procesión se dirigía a Churiaca, para aprovisionarse del líquido de las chorreras del Mancebao.
Dicen que todos los trapos sucios hay que lavarlos en casa, pero eso en Irupana era simplemente imposible. Había que lavarlos e incluso secarlos en plena pampa de Churiaca. Las familias escogían un día de la semana para apostarse a orillas del Junt'uma –que pasa por los pies del Belén-, o del riachuelo que compartía aguas con la piscina municipal. Allí se iban con merienda y todo, pues, había que lavar la ropa que usaba toda la familia. Y una vez que se daba cuenta del atuendo, se comenzaba a refregar a toda la estirpe.
El Mancebao era la ducha preferida por adolescentes y mayores. La caída del agua de las dos chorreras con las que contaba y la espesa vegetación que lo cubría permitían bañar cómodamente las humanidades desnudas. Los y las nudistas creían que se estaban remojando en la intimidad de la naturaleza. Sin embargo, ésta también servía para cubrir a los cateadores que nunca faltaban por el lugar.
Pero la sequía permanente en la que vivían irupaneños e irupaneñas nunca fue un impedimento para mojarse en los carnavales. La pequeña fuente de agua que existía en medio de la plaza principal era llenada con días de anticipación y a ella eran arrojados quienes se atrevían a pasar por el lugar, no importaba si eran niños, adolescentes o viejos. Las pilas públicas servían para inflar los globos, pero ya uno se puede imaginar las largas colas que se formaban alrededor de las mismas. Quienes no tenían para comprar los proyectiles de agua, recolectaban los desechos de los globos lanzados, pero eran expulsados cuando intentaban volver a llenarlos de agua, debido a que tardaban demasiado. Hasta hoy se recuerda la protesta de los globeadores: “¡’Culitos’ a la Jalancha y ‘boquillitas’ al Mancebao!”. Hasta que el agua volvía a secarse…
Y si es riesgoso jugar con agua cuando el líquido es escaso, lo es más hacerlo con fuego. Fue la madrugada de un domingo cualquiera cuando un noctambulo se dio cuenta de que las llamas devoraban el techo del horno del maestro Juan “Borrego”. Al parecer, una chispa de la brasa saltó a la leña acumulada provocando el incendio, la vieja casona tenía el techo de teja antigua, colocada sobre palos y barro. En cuestión de minutos, una voraz hoguera alumbraba la oscura noche irupaneña. Lo grave es que los grifos públicos daban más pena que agua. Pero en cuestión de minutos, y a pesar de lo avanzado de la hora, decenas de vecinos y vecinas aparecieron por las calles balde en mano para poner su gotita a la casi imposible empresa. Al llegar el amanecer, el fuego había destruido por completo el horno, pero la solidaridad había logrado evitar que pase a las casas vecinas.
Fue durante una de las innumerables dictaduras de fines de los 70 que el agua pareció verse al final de la cañería. La empresa Corpaguas instaló el nuevo sistema de distribución. La cañería plástica desterraba para siempre al antiguo ducto metálico. Nunca se supo el monto exacto de la inversión estatal, pero tampoco nadie se ocupó de averiguarlo. Lo único que interesaba era saciar la sed. Y así habría sido si los proyectistas no olvidaban un pequeño detalle: el sistema necesitaba también agua. No se había destinado un solo centavo para mejorar las viejas tomas.
En verdad, los grifos transportaban más aire que agua. Es quizá por ello que el cobrador municipal del servicio llegaba a las casas y, tras tocar la puerta, decía: “He venido a cobrar de lo que no hay agua”.

lunes, 11 de agosto de 2014

El Leto o las palabras sobran cuando se trata de dar cariño

Hace más de 60 años que hay un silencio que grita en Irupana. Más aún, alegra, distrae, regala vida… Las calles del poblado serían menos bulliciosas sin la habitual presencia de su personaje más querido: El Leto.
Él es sordo y mudo de nacimiento, pero ello nunca fue un impedimento para comunicarse con el resto de la población. Era increíble cómo, con su lenguaje de señas, creado por él mismo, “hablaba” a la oreja de su madre… Y ella lograba entenderle.
Sus primeros años de vida fueron los más difíciles y fue doña Nolberta Torrelio, su madre, quien tuvo que cargar con todo el peso. Y decimos peso porque, aparte de que no hablaba ni escuchaba, no caminó hasta que tuvo 13 años. Su progenitora lo llevaba cargado al cocal o al lugar donde se ganaba el lojro diario.
Él nació en Laza, su padre lo negó al enterarse de las discapacidades con las que llegó a este mundo. Su madre se trasladó a Irupana donde vivió de la cosecha de coca o de café y de los caramelos de chancaca que vendía por las noches en la plaza Victorio Lanza.
A pesar de su deficiencia auditiva, Leto tuvo la habilidad de desarrollar una vida normal en Irupana. Es así que, por ejemplo, habitualmente baila de pepino en las comparsas carnavaleras, él ve el ritmo que lleva el resto y no tiene problemas para seguirlo. ¡Baila como si escuchara!
Se ganaba la vida trasteando balayes y panes en los tiempos en que las propias panaderas irupaneñas amasaban el alimento. Nadie olvida el día en que hizo caer el bañador de “jawi”. Nada hubiese pasado si a quien se cruzó en su camino no se le ocurría hablarle. Él, acostumbrado a mover las manos para comunicarse, olvidó que sostenía el recipiente, el cual se fue directo al suelo. En su afán por rescatar su contenido resultó “enjawitado” de pies a cabeza, para la risa de todos quienes seguían la escena.
Todos los domingos asiste puntualmente a misa, en la que se encarga de repartir y recoger los cancioneros. Tampoco se pierde un solo velorio, al que asiste junto a su entrañable amigo Max, de Capani. Ambos saben que en las exequias fúnebres no faltan la comida y el ponche para pasar la noche, razón por la que son los acompañantes más fieles de los dolientes.
Hasta los Valever, uno de los grupos más importantes de Irupana, lo han hecho su integrante. En una ocasión han preparado con él la inolvidable obra del “Pistolero”. Durante varias semanas lo entrenaron en las técnicas del mimo y le dieron el papel principal de la historia: Leto aparecía jugando poker con otra persona, ambos ataviados a la usanza de las películas del lejano oeste. En ello, él descubre que su rival le hacía trampa, razón por la que se saca un cabello, con el que lo enlaza y lo saca hasta la calle, donde lo desafía a duelo. Leto dispara primero…
No fue difícil para él asumir el papel de pistolero, pues, era uno de los habituales espectadores en las épocas en las que Irupana contaba con tres salas de cine: Brown, Record y Ómar, las que cada semana tenían en su cartelera a Django, Ringo o Trinity. Los niños y adolescentes de entonces jugábamos a que éramos pistoleros, con nuestras armas y proyectiles de “tartaco”. Y el Leto no era la excepción.
En otra ocasión, los siempre ocurrentes Valever participaron de un campeonato de fútbol, anunciando que tenían una sorpresiva contratación. Guardaron tanto el secreto que ingresaron hasta el centro del campo de juego en un minibús, del que el Leto salió con la número 10 en la espalda, para sorpresa de todo el público.
Pero la vida siempre golpea… Y golpeó fuerte las puertas del pequeño cuarto en el que Leto vivía con su mamá, en la calle Machacamarca. Al cumplir 90 años, doña Nolberta enfermó. Ella no habría querido irse nunca o quedarse al menos hasta que su hijo tome el camino sin retorno. Pero la muerte no entiende de deseos…
Cuentan que aquel día, los vecinos despertaron sorprendidos al ver que el Leto puso el rosón de luto arriba de su puerta. Todos sabían que su mamá estaba enferma y dieron por descontado el desenlace. No fue así. Ella todavía agonizaba, trataba de agarrarse de las últimas hilachas de vida que le quedaban. Horas más tarde, él se arrodilló alrededor del lecho de su progenitora, tomó su mano y lloró sobre ella. Las lágrimas de su hijo fue lo último que sintió doña Nolberta en su atribulado cuerpo.
Leto enterró a su madre como todo buen hijo, cumplió con todas las obligaciones del doliente. Jamás se separó del féretro, recibió los pésames de todos quienes le acompañaron y la lloró desconsoladamente.
Desde entonces está bajo la responsabilidad de su prima Sara, quien le garantiza su alimento diario, además de velar por su salud. Luego, Leto sabe que su casa se extiende por todo el centro poblado, donde es cercano a todos. Es costumbre verlo, en las calles de Irupana, junto a su inseparable amigo Max, en interminables charlas sobre no se sabe qué. Es que las palabras sobran…

sábado, 9 de agosto de 2014

¿De Wiru panpa o de Hiru pana?

La vieja campana de la escuela Agustín Aspiazu vio el paso de generaciones de irupaneños 
¿De dónde proviene el nombre de Irupana? La explicación no es clara y todo apunta a que se trata de una denominación compuesta que se ha ido amoldando en el curso del tiempo.
La explicación más común es que se trata de una derivación de los vocablos aymara y quechua “wiru”: planta de maíz y “panpa”: planicie o campo. De acuerdo a los defensores de esta hipótesis, toda la cima de la montaña en la que descansa el centro poblado habría sido lugar de cultivo de extensos maizales.
Es evidente que toda esta región es apta para el cultivo del cereal americano. Las investigaciones arqueológicas realizadas en el complejo de Pasto Grande, dentro del municipio de Irupana, han dado pruebas fehacientes de que este producto fue cultivado en toda esa región mucho antes de la llegada de los colonizadores españoles.
Tras la llegada de los ibéricos a la zona el nombre compuesto habría sido castellanizado: Irupana, tal como ocurrió con muchos nombres de lugares de la región andina. Sin ir más lejos, Chulumani, por ejemplo, provendría de “Cholo”: puma y “Umaña”: tomar agua. Es decir, el lugar donde el puma tomaba agua. Luego del encuentro con los colonizadores españoles, el término se mestizó hasta llegar al que conocemos ahora.
Está plenamente comprobado que esta parte de la región yungueña fue ocupada por colonizadores de la meseta altiplánica mucho antes de que los ibéricos se asentarán en ella. Es también por ello que casi todos los nombres –la toponimia- de los lugares de la región yungueña provienen casi siempre del idioma aymara e incluso del quechua.

Del euskera…
La versión de que el nombre de Irupana proviene del euskera, el idioma del País Vasco, no es nueva. El excombatiente del Chaco Julio Pérez ya manejaba esta hipótesis, aunque no tenía certeza sobre su significado. En los años recientes, Ángel Pardo revitalizó esta posibilidad, luego de que –según aseguró- un parapentista originario de ese país le dijo que el nombre de nuestro centro poblado quiere decir “tres planas” en lenguaje vasco.
Pardo afirma que, en euskera, “iru” quiere decir “tres” Y “pana” significaría “plana”. “Así, sin modificar nada, Irupana quiere decir tres planas, y cuando uno vuela ve las tres planas: Una, la del Vladimir (Soukup), la otra Churiaca y la tercera, aquí abajo (la del pueblo)”, asegura.
Revisando los diccionarios digitales del euskera confirmamos que “hiru” –así, con “h”- significa “tres”. El problema es “pana”. Consultados al respecto los periodistas Alex Ayala y Ricardo Bajo –ambos de origen vasco-aseguraron que la palabra no es parte del idioma euskera ni siquiera como sufijo.
Por esa razón, mandamos la consulta a la Real Academia de la Lengua Vasca, con sede en el País Vasco, para tener una respuesta al respecto. Esta fue nuestra pregunta: “Les agradeceré absolverme la siguiente duda: ¿La palabra "Irupana" tiene alguna posibilidad de provenir del euskera? Es el nombre de un municipio boliviano, algunos de cuyos habitantes dicen que proviene del vasco. La argumentación  es la siguiente: "Hiru": tres y "Pana": plana. Es decir, "tres planas". Sin embargo, consulté con amigos vascos en Bolivia y me dijeron que no lo identifican ni como sufijo. Estaré a la espera de su respuesta, mil gracias ¡Un gran abrazo!”.
Y esta fue la respuesta: “Buenos días. Sin más datos no se puede afirmar nada. Es verdad que en euskera (h)iru es tres, y, por poner un ejemplo Irupago sería 'tres hayas’. Lamentablemente, no he encontrado ninguna palabra que podamos asociar a “pana”. Con todo, no se podría descartar una palabra vasca que hubiese sufrido transformación, pero sin más datos no se puede dar por válido el origen vasco. Sin más, un saludo. Mikel Gorrotxategi Nieto, Servicio de Onomástica”.
Es decir, si Irupana proviene del euskera tendría que ser a través de la transformación de otra palabra, ya sea vasca, castellana o aymara, pues, está completamente descartado que “pana” quiera decir “plana” en el idioma euskera.
El gran naturalista francés Alcide d’Orbigny, que estuvo en Irupana en 1830, pone, en su libro “Viaje a la América Meridional”, un pie de página aclaratorio cuando se refiere a “Irupana o Villa de Lanza”. Dice textualmente: “El primero de esos dos nombres es indígena. El segundo fue dado en 1830 por el Presidente de la República para perpetuar la memoria del bravo general Lanza”. Quizá ayude…