viernes, 23 de diciembre de 2011

De ch’ullu ch’ullos y niños viejos…


Había una época del año en la que las tapas metálicas de cerveza y gaseosas cobraban valor en Irupana. Era el tiempo en que se acercaba la Navidad y los niños las buscábamos para fabricar los bulliciosos ch’ullu ch’ullos. Había que visitar las casas para adorar al Niño y no existía instrumento de percusión más llamativo que el fabricado con los obturadores de las botellas.

Este niño viejo, cada año nace, en su chijipampa, wistiki, wistiki. Al tiempo que aplanábamos las tapacoronas sobre las aceras del poblado, desempolvamos el repertorio musical que dormía en la memoria el resto de los 365 días del año.

La visita a los pesebres comenzaba el 25 de diciembre. El 24 por la noche había que asistir a la misa de medianoche. Las mamás nos obligaban a dormir por la tarde para mantenernos con los ojos abiertos hasta que la figura del Niño sea colocada en el pesebre preparado para la ocasión.

El 25 por la mañana, los niños sacábamos a jugar las diferencias económicas de nuestras familias a la plaza principal. Unos pocos: triciclos y bicicletas; los más, nuestros carritos de plástico, eso sí, con capacidad de cargar barro y todo lo que se le antoje a nuestra imaginación.

Lo bueno venía por la noche, la visita a los pesebres que se habían armado en las casas de los vecinos del centro poblado. Una de las primeras en ser visitada era la casa de Doña Domi, en la Plazuelita Agustín Aspiazu. Ella pagaba la adoración con villancicos. Sabía tantos y los compartía con nosotros cual maestra: “Del tronco nació la rama, de la rama nació la flor, de la flor nació María, de María el redentor”.

Y no era sólo cuestión de fe. Abajeños y arribeños teníamos fijado nuestro territorio de adoración y ¡huay! del que viole la frontera fijada en la Plazuelita. “Estamos en busca de los abajeños”, cantaban los unos y los otros respondían “estamos en busca de los arribeños”. Cuantos puñetes y patadas dados y recibidos en el lugar en grescas de los –¡vaya paradoja!- adoradores del Niño.

Pero adorar en Irupana siempre tenía su toque de humor: Recuerdo la vez en que Don Lucas Reguerín –el sastre del pueblo- nos pidió que adoremos a su pesebre. Nos hizo pasar a su casa y quién estaba echado sobre la cama, en la misma pose del Niño, era su hijo Alberto.

Había personas que sabedoras de nuestro recorrido preparaban chocolate con buñuelos, algún queque o tenían listos los caramelos. Aunque, por supuesto, tampoco faltaban quienes creían que un gracias era más que suficiente para la voracidad de los adoradores. Éste último era el caso de las famosas “voladoras”.

Las solteronas Práxida y Nélida Terceros armaban el mejor pesebre del pueblo. Destinaban un cuarto entero para las cantidades de juguetes que nosotros le envidiábamos al Niño y que parecían reclamar que alguien les dé el uso para el que habían sido fabricados.

Las “voladoras” –como les decían, por sus vestidos largos y por la rapidez con la que caminaban- no tuvieron descendencia. Quizá por ello invertían tanto dinero en comprar juguetes que muchas madres habrían deseado para sus hijos. Pero a la hora de “pagar” por la adoración se negaban a invertir siquiera en los agujeros del buñuelo. Era el momento de interpretar la canción de venganza de los adoradores: “¡El niñito quiere mujer, quiere mujer, nadie le da!”.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

La pelota sobre la “i” de Reguerín



“Mario Reguerín, el mejor alumno de Universitario”, decía el titular sobre la foto de un futbolista gritando su gol a voz en cuello. Era el título principal de la tapa de la edición de lunes del célebre “Hoy Deportivo”. Estaba en el lugar central de la pared empapelada con fotografías de los mejores futbolistas de la época: los hermanos Galarza, Bastida, René Rada, Ovidio Meza…

“Es de Irupana”. El comentario de mi hermano Miguel quedó grabado para siempre, los irupaneños también podemos llegar a las grandes ligas. Y él no era el único: Mario fue uno de los cinco hermanos Reguerín que destacaron por su buen trato con el balón de fútbol.

René Reguerín no encuentra explicación del por qué el fútbol se hizo la marca de la familia. “Nunca lo han visto jugar a mi padre, no sé, talvez la familia de mi madre haya sido deportista”. Aparte de los cinco varones, dos de las tres hermanas –Jhenny y Ana- eran hábiles para la práctica del deporte en sus años mozos.

Por supuesto, los Reguerín comenzaron a hacer sus primeras armas en Churiaca. Comenzaron a mostrar sus habilidades futbolísticas durante los años de escuela, en los desafíos entre los alumnos de los distintos grados.

Pero fue Jorge el primero en sacar su fútbol del suelo irupaneño. Prestaba su servicio militar en la ciudad de La Paz, lugar donde fue visto por los dirigentes del Northern Football Club. Salió del cuartel y jugó durante dos años en ese equipo de la categoría B del fútbol paceño. En ese equipo daba sus últimos trotes el maestro Víctor Agustín Ugarte, cuyo puesto fue ocupado por el jugador irupaneño.

Pudo continuar su carrera deportiva en el naciente fútbol rentado, pero prefirió la estabilidad de un empleo como el que le ofrecían en el Centro Minero La Chojlla. Uno de los requisitos para trabajar en esa empresa era ser buen futbolista. Jorge fue parte de la Selección que representó a esa compañía en los competitivos campeonatos nacionales mineros.

René y Mario llegaron casi al mismo tiempo a las grandes competiciones. René recuerda que asistieron junto a su hermano a uno de los entrenamientos de la Selección de Irupana, en el estadio Mariscal Braun, de la ciudad de La Paz. Minutos antes había concluido el entrenamiento del The Strongest y su técnico, Eustaquio Ortuño, había visto a los Reguerín en acción.

Pasado el partido de ensayo, el adiestrador atigrado pidió hablar con René, a quién invitó a formar parte de su equipo. Pero los dirigentes de la Fraternidad de Residentes ya habían hablado con los dirigentes de Bolívar para que las jóvenes promesas del fútbol irupaneño se vistan de celeste.

Esa misma tarde, René firmó contrato con Bolívar, aunque, de forma sorpresiva, Mario decidió mantenerse al margen. Ahí encontró a estrellas de la talla de René Rada, Ramiro Blacutt, Arturo Galarza, René Herbas, además de los argentinos Siassa y Eleazar Tercilla. Pero semejante constelación dejaba muy pocos espacios para que nuevos valores brillen con luz propia. El técnico Norberto Fernández lo puso en un partido frente a Always Ready e ingresó minutos en otros cotejos para reemplazar a los titulares.

Dos años después, fue transferido al Mariscal Santa Cruz, el equipo de los militares. La incursión tampoco fue fácil, pues el plantel tenía la delantera que le permitió ganar la Recopa Sudamericana 1970: Remberto Gonzáles, Juan América Díaz y Juan Farías. Una lesión en un entrenamiento de la Selección de Irupana lo alejó del fútbol definitivamente.

Mario optó por Universitario y mostró a su hermano cuánta razón tenía al negarse a firmar por el Bolívar. A diferencia de René, él era titular en el equipo y tenía la oportunidad para mostrar sus cualidades en el torneo. Marcó varios goles en el torneo paceño y fue destacado permanentemente por la prensa nacional.

En su mejor momento, la Academia celeste le volvió a ofrecer la posibilidad de vestir su divisa, pero Mario decidió continuar comandando el ataque del Universitario. Luego le ofrecieron la posibilidad de dedicarse a otras actividades económicas en Beni, razón por la que dejó el fútbol. Eran épocas en que pocos jugadores vivían de lo que les pagaba el club. La mayoría de ellos estaba obligada a buscar otra fuente de sustento.

Enrique tuvo una más corta carrera deportiva. Incursionó en el Fígaro, de la B del fútbol paceño, en la época en que el técnico Freddy Valda –luego adiestrador de la Selección Nacional- dirigía el equipo.

El menor de la familia, Carlos, tuvo un paso más prolongado, pero siempre en el Mariscal Braun, también de la B. Habitualmente, los jugadores de ese equipo tenían trabajo en la Cervecería Boliviana Nacional, razón por la que compartían su tiempo entre la cancha y las funciones en la industria.

En Irupana se los recuerda a los cinco Reguerín por su participación en la Selección de Fútbol que ganó el Tri-campeonato Interyungueño. René y Mario fueron los goleadores de los tres torneos. Al terminar de escribir estas letras, todavía me pregunto cuándo volveré a ver a otro irupaneño gritando un gol en un periódico de la estatura del “Hoy Deportivo”.

FOTO 1: Los cinco Reguerín en la entonces poderosa Selección Irupana

FOTO 2: René alcanzó a llegar al primer equipo de Bolívar

jueves, 15 de diciembre de 2011

Papío, el del buen cuero


El “Tata” Santiago de Irupana está sentado sobre una montura trabajada por las manos de “Papío” Suárez. Aquel año le pidieron que la construya y él agradeció la deferencia. Era un honor repujar el cuero para el caballo del patrono del pueblo.

Es que ningún caballo pasa desapercibido para el artista irupaneño. Desde muy niño era un apasionado por los equinos. A su padre, Víctor Suárez, le encantaba montar a caballo, con sombrero, pañoleta y botas. “Claro, yo nací a caballo”, sonríe.

Y como la montura está destinada a embellecer el porte del animal, él decidió trabajar sus propias cabalgaduras. Esa es la razón por la que se metió en el mundo del repujado del cuero. Fabrica carteras, cinturones, portacelulares… pero de nada habla con más pasión que sobre las monturas.

Aprendió el oficio por sí solo. Uno de sus hermanos pasó unos cursos y le dio algunas indicaciones. Fue suficiente. Luego él se encargo de descubrir los secretos de su arte. Todavía trabajaba en la ciudad de La Paz cuando incursionó en este campo. Sábados, domingos y feriados se encerraba con los cueros.

Papío ahora está jubilado y tiene todo el tiempo del mundo para disfrutar de su habilidad. Cuando no está en su taller, se encuentra en Cerropata con sus caballos “Alazán” y “Rosillo”. “Creo que también voy a morir sobre el caballo”, resume.

FOTO: Papío, en su taller, al pie de Limonani...