jueves, 21 de octubre de 2010

Don Lucho y su vida de fierro


"Jaspum, jaspum, tilin tilin", es el viejo sonido. El fierro al rojo vivo y los músculos también, la brasa que calienta alentada por el fuelle y el yunque que recibe los duros golpes del combo. Todo es duro y rudo en el viejo taller hasta que el fierro requiere un modelo, una forma. Es en ese momento en que habilidad y rudeza se confunden, habilidad y rudeza unidas por los años en las manos de Don Lucho.

Los primeros golpes

Llegó a Irupana con apenas 22 años y un qh'epi de esperanzas sobre la espalda: "Mi primer taller lo instalé en la casa de mi compadre Trillo". Recuerda que fue su padre el que lo inició en el oficio de moldeador de fierros. Tenía entonces 15 años.

Su segundo taller lo ubicó en la calle Cochabamba y el tercero en su casa propia. Son los vecinos de la calle Cárdenas los que acostumbraron sus oídos al ruido de los duros golpes de don Lucho, que, con sus 65 años encima, continua golpeando como hace 40.

Cada panadero alaba su pan y don Lucho las chontas que fabrica: "Mis herramientas son las mejores y las más garantizadas". Los copiones de la competencia le obligaron a cambiar su marca, usaba el herraje ahora usa la letra “L”. “De Lucho, pues, ¿de qué más ha de ser?”.

Las chontas de platino o fierro dulce quedaron en el recuerdo junto a las 12 herramientas que fabricaba por día. Hoy sólo fabrica cuatro y utiliza las hojas rotas de muelle.

Gracias al agua de fierro

Si los carniceros toman la sangre del toro, don Lucho toma el agua del fierro. "Los herreros de antes calentaban el fierro y lo metían al agua, lo hacían hervir con el fierro caliente para ponerle café Taborga y servirse”.

Es más, los baña a sus hijos con el agua del fierro: “Por eso no se enferman”. Y no es el único que lo hace, las personas que tienen un bebé en casa le piden que les regale el agua para también bañar al recién llegado.

No es extraño ver a carpinteros o herreros con uno o dos dedos menos. Don Lucho tiene las manos completas. Cuenta con orgullo que nunca tuvo accidente alguno gracias a su habilidad y cuidado.

En casa del herrero el cuchillo no es de palo

Poniendo en cuestión al refrán, don Lucho fabricó todas sus herramientas: "Los martillos, combos y tenazas los he hecho yo". "Tengo cinco martillos, el uno sirve para forjar el fierro y el otro para formarlo. Las tenazas las he hecho a mi gusto para que agarren bien”.

Las quebradas yungueñas hacen difícil –sino imposible- el uso de maquinaría en la agricultura. Las chontas seguirán siendo utilizadas para desyerbar los cultivos y los hijos de Don Lucho han heredado el oficio de su padre. La herrería tiene también vida de fierro en Irupana.

Irupana, julio de 1990

martes, 19 de octubre de 2010

De segundos, centavos y cigarros


La paciencia es parte de sus vidas. Los 4.800 segundos que tienen sus ocho horas de trabajo los dividen entre los 1.500 cigarros -una "mano"- que fabrican diariamente para ganarse la vida. Tres segundos para extender el pequeño pedazo de papel, echar el tabaco, mover los dedos de un lado al otro para luego pegar con el engrudo y repetir nuevamente la acción, una y mil veces.

El centavo es el que mueve a este oficio. Cinco centavos por un mayt’u o amarro de cinco cigarros, a un centavo cada uno. Se ganan la vida centavo a centavo, segundo a segundo, con paciencia, mucha paciencia. La paciencia con la que muchas de ellas vieron solas crecer a sus hijos. Cuando se dieron cuenta, la vida terminaba y ellas continuaban: Segundo a segundo, cigarro a cigarro, día tras día, torciendo a la vida para que el hambre no retuerza la barriga de su prole. Sienten los segundos que inauguran la mañana tanto como los que clausuran la tarde. Lo hacen desde siempre. Y si intentas descubrir a la primera torcedora de cigarro, búscala en el cementerio: no la encontrarás.

La vida tuvo el amargo sabor del tabaco cuando vieron marcharse al ser amado, dejándolas con todo la familia a cuestas. El blanco papel que utilizan es la esperanza, esa que se construye y no se espera eternamente.

Sabor amargo y papel blanco se abrazan en sus manos prodigiosas, llevando los dedos de un lado al otro, construyendo con paciencia un segundo, un centavo, un cigarro, una vida…

"Para mantener a mi familia me servía"

Doña Inés Quinteros, nació en Irupana, hace 77 años.

¿De cómo aprendió a torcer cigarros?

- Me ha enseñado mi abuelita

¿Es decir, su abuelita ya torcía?

- Si, sabia. A mis 12 años he aprendido a torcer.

¿Es decir, desde mucho antes torcían en Irupana?

- Mmmm, mi abuelita sabía torcer. Mirando nomás yo he aprendido

¿Usted ha torcido toda su vida?

- Claro, pa' mantener a mi familia eso me ha servido.

¿Cuántos hijos tiene?

- Cuatro

¿Y sigue torciendo?

- Sigo torciendo. Pero no vendo, pues, de harto, poco ya, ya no puedo.

¿Qué cantidad hacia de jovencita?

- Una "mano" al día y ahora en una semana hago solamente una "mano”.

¿Dicen que el papel y el tabaco afectan a la vista?

- A mi me afecta a la cabeza….

Pero, ¿por qué a la cabeza?

- El cansancio de la vista debe de ser…

Irupana, invierno de 1990

miércoles, 13 de octubre de 2010

Cleofita, gracias


Hace cuatro años, murió una de las mujeres más humildes de Irupana. La gente retribuyó con flores el cariño y la solidaridad que ella regaló durante toda su vida. Pocas veces vimos tantas flores juntas. Con mis hermanos y hermanas dijimos algunas de estas palabras junto a su tumba, luego las registramos en el papel. Coincidimos en que "gracias" era el término más justo para despedir a esta mujer que se puso nuestro hogar encima...

Gracias por darnos la vida, pero muchas más por darnos tu vida.

Gracias por el milagro de la multiplicación del pan… lo hiciste todos los días ,durante tantos años.

Gracias por tu creatividad… Nunca olvidaremos el segundo de arroz con las tortillas… también de arroz. Eso era lo único que quedaba en la siempre desolada despensa.

Gracias por cultivar nuestra imaginación… ¿Cómo olvidar las noches de lluvia cuando nos reunías para contarnos tus relatos y cuentos?

Gracias por tu pobreza… Gracias a ella hiciste de nosotros tu gran riqueza.

Gracias por tu humildad… Nos demostraste que la humildad puede triunfar. Si la humildad necesitaría un nombre se llamaría Cleofé.

Gracias por tu dignidad… Jamás estiraste la mano, pese a nuestras innumerables necesidades.

Gracias por tu rebeldía… Nunca aceptaste nuestra dura realidad y nos preparaste para cambiarla.

Gracias por tu sinceridad… Jamás dijiste que nos querías, pero cómo nos lo has hecho sentir.

Gracias por tu partida… Cómo duele aceptarla, pero la admitimos, porque sabemos que, finalmente, estás descansando…

Amanda, César, Rossemary, Miguel y Guimer

martes, 12 de octubre de 2010

Hasta El Ferroviario tiene sabor yungueño


¿De dónde es el autor de El Ferroviario? “Obvio, de Oruro”, respondió un orureño. Y claro, parece lógico. Lo bailan las diabladas y lo hizo famoso el grupo Llajtaymanta . Conclusión: su compositor tiene que ser orureño. ¡Vaya sorpresa! Es el irupaneño Antonio Uzquiano.

Es cierto, la temática no tiene nada que ver con la región yungueña. Sólo el tren del olvido pasó por Irupana, y eso, si se acordó. Pero Antonio Uzquiano es orgulloso de ser irupaneño. Él nació en la finca de Ch’acahuaya, dentro del municipio de Irupana.

Tampoco fue ferroviario, pero compartió con los trabajadores del riel durante varios años de su vida. Fue en la población de Viacha, donde Uzquiano trabajaba como Colector del Ministerio de Hacienda. La Empresa Nacional de Ferrocarriles tenía en el lugar una de sus principales oficinas, razón por la que contaba con un gran número de trabajadores.

“Ya va partir el tren, caballero,

ya va partir el tren (bis)

y si no subo yo mi amor se perderá

vámonos a la playa a orillas del mar”

A los ferroviarios de Viacha les decían los “farradiarios”. Eran famosos por su permanente consumo de bebidas alcohólicas. Antonio Uzquiano compartió varias veces con ellos y escuchó sus conversaciones. Su instinto creador no dejó pasar el momento: Fundió la actividad de este sector laboral con los amores y desamores de los que hablaban durante sus prolongadas tertulias.

“Quiero verla partir en ese tren que ya se va,

quiero ser ferroviario por una mujer”

La composición de Antonio Uzquiano primeramente fue presentada a los propios ferroviarios, quienes, de inmediato, se sintieron representados por el tema. El huayño se habría quedado callado, entre los muchos trabajos musicales del autor, de no cruzarse en su camino el director del grupo Los de Pucara, Franz Ochoa. Eran los años 80. El país ya había comenzado el proceso de reconocimiento de sus raíces y la concertina de Los de Pukara no tardó mucho en ponerlo de moda.

“Don Antonio, está lindo el huayno. Lo grabaremos, pues”. El pedido de Ochoa no podía ser rechazado. Meses después, lo invitó para escuchar la grabación y darle su aprobación: “Estaba caché”. Varios años después, los orureños Llajtaymanta tuvieron la feliz idea de grabarlo junto a la diablada “El Chiru Chiru”, lo que terminó de lanzar a la fama a “El Ferroviario”.

Las regalías que reciben los compositores por sus creaciones son para morirse de hambre, pero salvan. Uzquiano recuerda que, en una ocasión, no tenía dinero para cumplir el deseo de su nieta de viajar a Copacabana y le llamaron de la Sociedad Boliviana de Autores y Compositores (Sobodaycom) para decirle que recoja mil bolivianos por sus derechos. El Ferroviario le llevó hasta el Santuario, pese a que no hay ni rieles.

“Se va en ese tren mi amor,

se va en ese tren mi amor”

Pero El Ferroviario no es el único tema musical compuesto por Antonio Uzquiano. Otra canción que ha sido grabada por Los de Pucara fue el tundiqui “Negritos de T’aco”, inspirado en las épocas en que sus padres tenían una propiedad agrícola en esa población del municipio de Irupana: “De T’aco venimos negros de verdad, subimos a Laza pa’ bailar la saya”.

Otras canciones han sido grabadas por otras agrupaciones musicales como Chuymanpi, aunque ninguna ha tenido el recorrido de El Ferroviario, que ha sido interpretado por orquestas, bandas y todo tipo de agrupaciones musicales.

Rompiendo esquemas

Habitualmente, es muy difícil ver a un buen músico que sea un buen futbolista. Antonio Uzquiano rompió con ese esquema. Aparte de ser diestro con la guitarra, era también bueno atajando balones, al extremo que estuvo a punto de debutar como arquero en el primer equipo del Club Bolívar.

Muy joven, ingresó a la cuarta categoría del equipo paceño y escaló hasta el equipo de reserva. La vez que estuvo más cerca del equipo titular fue aquel día en el que el arquero titular del Bolívar, el Loro Vásquez, se estaba retirando furioso de la cancha. Uzquiano ya calentaba para reemplazarlo, cuando convencieron al portero titular para que vuelva al pórtico. Años después defendió los colores de Atlético La Paz y Ayacucho, en la primera división del fútbol paceño

Antonio Uzquiano hoy vive en Coripata, población a la que también le ha compuesto canciones. Está empeñando en demostrar que el hombre puede vivir lleno de salud hasta los 100 años de vida. Para lograrlo camina todos los días y prepara sus propios alimentos. Él dice que tiene firmado un contrato con Dios por 100 años de vida y que ahora lo está buscando para renovarlo por otros 100 años más. “No va a partir el tren, caballero, no va a partir el tren”.

martes, 5 de octubre de 2010

Hasta que llegó la televisión


“Va a llegar el día en que van a poder mirar a los que están hablando en ese aparato”, predecía Daría Vidal a sus pequeñas nietas. Corrían los años 30 y el pequeño poblado yungueño de Irupana estaba deslumbrado con la aparición de aquella caja que hablaba, pese a que no tenía boca: la radio.

Sin embargo, la predicción de la recia chola de estirpe cochabambina iba a tardar decenas de años en ser cumplida. Dicen que las primeras imágenes “desembarcaron” en Tablería Alta. Nunca pudo establecerse si era verdad, pero la noticia se esparció con gran rapidez por todo el poblado. La televisión había comenzado a meter sus narices en la vida de la gente del lugar y no las iba a sacar nunca más. Eran los años 80.

Hasta entonces, la imagen en movimiento estaba “encarcelada” en las dos únicas “salas” que funcionaban en Irupana: los cines “Brown” y “Omar”. El “Record”, el cine ambulante de la región yungueña, visitaba ya muy rara vez el lugar.

El “Brown” era el más cómodo. No por lo acolchonadas de sus butacas ni porque éstas eran reclinables. Nada de eso. Su “sala” estaba instalada en un patio abierto, al que la gente debía llevar su propia silla o ver el film echada sobre el pasto que había en el lugar. Y si la película era una invitación al sueño...

El “Omar”, en cambio, fue el más serio intento de dar a Irupana una sala de cine como las que funcionaban en la ciudad de La Paz. Sus dos máquinas proyectoras evitaban el corte para el cambio de rollo, algo típico en el otro cine, que contaba con sólo un cañón.

Viernes, sábado y domingo eran los únicos días en que los señores de la pantalla llegaban al pequeño poblado. Desaparecían el resto de la semana y los pobladores volvían a su rutina. A esa que pervivía desde siempre.

Tras la agotadora jornada de trabajo, era ley bañarse en las chorreras de “El Mancebao”, echarse en Churiaca para disfrutar la brisa del final de la tarde, cenar en la casa y salir a la plaza, el espacio para encontrarse con los amigos y enterarse de todas las novedades del día.

Los niños y niñas tomaban el centro del paseo, unos para jugar a “la pesca”, a la “t’uncuña”, a la “ocultita” o para contar cuentos de “aparecidos” y “tomatetas”. Había que burlar la estricta vigilancia de don “Piluco”, quien, chicote en mano, cuidaba las escasas plantas de los jardines.

Los adolescentes, en cambio, se dedicaban a dar vueltas por las aceras de la plaza. Miraban la dirección por la que el chico o chica que les gustaba se encontraba girando y se ponían a caminar en sentido contrario para verlo o verla de frente.

La energía eléctrica fue una extraña invitada hasta comienzos de los años 80. El motor a diesel alcanzaba para alumbrar la plaza y algunas calles adyacentes desde las 19.00 hasta las 22.00. A las 10 menos cinco, un breve apagón anunciaba el corte de la energía. La gente tenía cinco minutos para retornar a su casa.

Hubo una larga época en que el motor de luz se encontraba en mal estado, pero ni la oscuridad había logrado cambiar la rutina heredada de los abuelos: encontrarse en la plaza principal.

Hasta que las antenas comenzaron a crecer sobre los techos de las casas del poblado. La búsqueda de los palos más largos se intensificó. Eran necesarios más de 10 metros de altura para agarrar algunas de las imágenes, las que llegaban con tan mala calidad que hasta había que adivinarlas.

Luego vinieron las campañas para recaudar fondos para comprar las repetidoras y pagar al empleado que debía encender y apagar los equipos. La pantalla chica ya se había alojado en las casas de los lugareños y se había convertido en el centro de toda la atención.

“Los ricos también lloran”, ese famoso culebrón de la mejicana Verónica Castro, vació la plaza de Irupana, de la noche a la mañana. La novela comenzaba a las 21.00 y duraba una hora. Todas las reuniones debían terminar antes, pues la gente igual volvía a su casa para no perderse ninguna de las lágrimas de Mariana Villarreal.

Los niños y niñas preferían quedarse en la casa, antes que salir a la plaza para encontrarse con sus amigos y amigas. Los y las adolescentes andaban enamorados del galán o la diva de la TV, quienes dejaban lejos a sus pretendientes locales.

Los únicos lugares en los que se concentraba la gente eran en las puertas de las tiendas que tenían el aparatito encendido. ¡Ay! de aquel que se atreva a saludar. Nadie le contestaba.

Los “sábados populares” del compadre Paco dejaron sin quórum las fiestas juveniles en El Porvenir, la discoteca que había funcionado incluso “a pilas”, en la época en que no había energía eléctrica.

Felizmente, las baterías del control remoto con el que la televisión manejaba a los irupaneños se fueron agotando de a poco. La mala programación de la televisión nacional y la vida comunitaria que exige el mundo rural han atenuado en parte la presencia de la intrusa.

De a poco, las costumbres fueron abriéndose paso. La gente volvió a convertir a la plaza en el espacio de encuentro, aunque nunca más sería como antes, como cuando no nos veía la televisión.